viernes, 8 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 2

Había en ella algo de la niña de catorce años que había sido una vez y se parecía más que la serena y pausada Paula Chaves que habló con él por teléfono.

–Necesito hablar contigo –le había dicho cuando volvió a casa.

Gonzalo había muerto seis meses antes y Pedro quería contarle la verdad. «Yo fracasé. Fue culpa mía».

–No veo por qué tenemos que hablar –le había dicho ella.  Y Pedro se había sentido aliviado.

Hablar de lo que le había ocurrido a Gonzalo, y la parte que le correspondía a él, no iba a ser fácil. Y aunque no era un hombre que enterrase la cabeza en la arena, había agradecido que le diese algo de tiempo. Pedro sintió un escalofrío por la espina dorsal. Decían que los que sobrevivían siempre experimentaban un gran sentimiento de culpa, pero en su corazón sabía que era culpa suya que Gonzalo no hubiera vuelto a casa.

De alguna forma, en lugar de ser un trabajo temporal como habían pretendido, ser soldados se había convertido en una carrera para los dos. Pero Gonzalo había muerto de un disparo en Afganistán y él seguía despertando sobresaltado cada noche, sudando, con el corazón acelerado. Dos adolescentes. Le había parecido ver algo raro y había vacilado porque eran tan jóvenes... pero entonces, de repente, una lluvia de balas. Pedro se puso a cubierto. ¿Dónde estaba Gonzalo? No estaba tras él como esperaba y recordaba haberse arrastrado por el suelo para tirar de él, para abrazarlo. Sangre, mucha sangre... Pero la pesadilla lo despertaba antes de que la escena terminase. Faltaba una pieza, algo, unas palabras que no podía recordar, aunque lo intentaba una y otra vez. El sueño nunca le decía lo que necesitaba saber. ¿Habían sido esos chicos? ¿Eran ellos los que habían disparado? ¿Qué podía haber hecho de otra manera? ¿Podría haber empujado a Gonzalo para colocarlo a su espalda y recibir él las balas? «Cuida de Paula». Esas palabras susurradas, un ruego. Uno no se tomaba las últimas palabras de un hombre a la ligera. Especialmente, cuando eran las del hombre que había sido su mejor amigo durante más de diez años.

Llevaba seis meses de vuelta en casa y había llamado a Paula en dos ocasiones, pero ella se había negado a verlo y era un alivio. Las pesadillas ya eran lo bastante horribles como para, además, tener que contarle lo que había pasado. Mientras, al mismo tiempo, intentaba no contarle toda la verdad. De modo que, siguiendo las instrucciones de Gonzalo, se había encargado de comprobar que ella estaba bien. Mientras él estaba destinado fuera del país, la empresa de infografía que había creado con su hermano había prosperado de manera increíble haciendo gráficos para coches de carreras.

Una vez en casa, después de retirarse del ejército, Pedro había descubierto que era un hombre con considerable recursos a su disposición. Uno de ellos se llamaba Valeria O’Mitchell. Oficialmente era su ayudante personal. Extraoficialmente, la consideraba su arma secreta. Valeria, de mediana edad, británica, flemática, podía hacer cualquier cosa. De hecho, algunos días Pedro se entretenía buscando retos imposibles para ella. «¿Podrías hacer que llevasen helados al equipo que está haciendo los gráficos para los aviones saudíes?». «Sé que estás muy ocupada, ¿Pero podrías encontrar media docena de entradas para la final de fútbol que empieza dentro de una hora?». «Me gustaría tener un koala y dos canguros para la inauguración de esa empresa de viajes australiana para la que hicimos el diseño de los autobuses». Comprobar cómo estaba Paula Chaves había sido cosa de niños para Valeria.

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