lunes, 25 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 40

Paula sonrió mientras lo llevaba a la cocina, que también había reformado. Había tirado una pared, de modo que la cocina, el cuarto de estar y el salón se habían convertido en un armonioso espacio.

Ella señaló un taburete frente a una encimera de granito que servía de separación entre la cocina y el resto del salón y Pedro empezó a pelar patatas mientras Paula lavaba la lechuga para hacer una ensalada. Se sentía como en casa, no solo por la decoración, sino por ella. Y le gustaba esa sensación de seguridad. Había música de fondo, un gato tumbado bajo una silla... todo estaba muy ordenado, pero no de manera exagerada. Aquel era un sitio en el que una persona podía relajarse, donde nadie levantaría la voz ni rompería platos. Y tal vez eso lo convertía en el sitio más peligroso en el que había estado nunca. Estaba en casa de Paula Chaves. Él dejó el cuchillo con el que estaba pelando las patatas y miró su reloj.

–Llegan tarde, ya lo sé –dijo ella.

–Eso es lo que pasa con las mujeres como Sabrina.

Paula odiaba que se proclamase experto en mujeres como Sabrina, pero consiguió morderse la lengua.

–¿No me digas?

–Siempre llegan tarde.

–¿Cómo sabes tanto sobre las mujeres como Sabrina? –Paula intentó que su tono sonase jocoso, pero no lo consiguió del todo porque le daba miedo la respuesta.

–Es como mi madre –dijo Pedro por fin.

Y ella recordó de nuevo aquella noche, cuando lo vió tomando a su madre del brazo para llevarla a casa.

Pedro estaba concentrado en la patata como si lo que acababa de decir no tuviera importancia. Y la tenía. Sabía que importaba que le contase cosas así.

–Dime cómo conocieron a Sabrina.

–Conocerla es decir mucho –Pedro suspiró–. Teníamos diez días de permiso antes de ir a Afganistán... creo que fue la primera vez. Pensábamos ir a las fiestas de Calgary, que solo está a un par de horas de la base militar de Edmonton, pero hicimos un par de paradas en el camino. En una de ellas, un pueblecito cerca de Calgary, habían organizado un rodeo de tercera clase y decidimos quedarnos para verlo. Sabrina hacía un numerito con sus ponis y acabamos de fiesta con ella y con la gente del rodeo. Nunca llegamos a Calgary, pero no lo lamentamos.

–Hasta ahora –dijo Paula.

–Cuando uno está destinado en Afganistán, enfrentándose a la posibilidad de no volver nunca, todo se vive con más intensidad. Es como una droga, pero no tiene consecuencias. Ninguno de nosotros, incluido Gonzalo, volvió a pensar en esos días locos.

–Entonces, ¿Existe alguna posibilidad de que Tomás sea hijo de Gonzalo?

–Hay una posibilidad, pero no lo creo. ¿Por qué habría esperado tanto para contártelo?

–Voy a preguntarle directamente si Tomás es hijo de mi hermano. Y, si lo es, por qué no se lo contó a Gonzalo.

–Me parece bien.

Paula reconoció como una debilidad que le gustase contar con su aprobación, pero como tantos buenos planes, tenía un fallo: dependía de que Sabrina apareciese y, a las nueve, empezó a reconocer que podría no hacerlo. Y también tuvo que reconocer que quería volver a ver a Tomás para buscar parecidos con Gonzalo. Había visto muchos parecidos: su sonrisa, cómo su pelo formaba un remolino en la coronilla, el rictus de su boca, cómo hablaba.

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