viernes, 29 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 46

La tomó por las muñecas, maravillándose de lo delicadas que eran, y la apretó contra su pecho. Paula apoyó la cabeza en su hombro y sintió que se rendía, derritiéndose sobre él.

–¿Crees que lo superarás algún día? –le preguntó, después de un largo silencio.

–Ahora mismo estoy bien –respondió él, sorprendido porque era cierto–. Ahora estoy bien.

Paula echó la cabeza hacia atrás para mirarlo.

–Yo también.

Pareció ver algo en su cara que la tranquilizó porque volvió a apoyar la cabeza en su hombro. Sus corazones latiendo al unísono, el suave pelo cobrizo rozando su barbilla, derritiendo algo dentro de él. Acababa de contarle lo más horrible de sí mismo, una confesión que había guardado para alejarla de él si las cosas se complicaban. No podría haber predicho que ocurriría todo lo contrario. Paula parecía confiar en él más que antes y no merecía eso. Lo más valiente sería decirle adiós, pero no se sentía valiente. Aquella casa y ella habían roto su armadura y quería abrazarla, estar así durante todo el tiempo posible. Pero él sabía que momentos como aquel eran demasiado raros y breves. Y la calma antes de la tormenta se llamaba así por una razón. Siempre había una tormenta. Y llegó. Unos minutos después, escucharon un chirrido de neumáticos. Un vehículo estaba doblando la esquina a demasiada velocidad... Los dos se levantaron al mismo tiempo para acercarse a la ventana... justo cuando el camión de Sabrina saltó la acera y acabó en el jardín delantero de la casa de Paula.


–Si el niño va con ella... –Pedro no se molestó en terminar la frase. Corrió hacia la puerta y bajó los escalones del porche de un salto, con Paula pegada a sus talones.

Cuando llegó al camión, el motor aún estaba encendido y el destello de los faros en el oscuro jardín hacía imposible que vieran en el interior del vehículo. Pedro abrió la puerta del pasajero y Sabrina, que debía de estar apoyada en ella, prácticamente le cayó en los brazos. Se quedó sorprendido porque no pesaba nada. Sujetarla era como sujetar un pajarillo. Estaba exangüe, pálida como un cadáver. Cuando se inclinó para oler su aliento no olió a alcohol, pero notó que apenas respiraba.

–¿Qué demonios...? –exclamó al ver a la persona que iba al volante.

Era Tomás, que lo miraba con ojos espantados. Atónito, Pedro vió que el niño había colocado unos bloques de madera sobre los pedales... ¿Una idea ingeniosa o no era la primera vez que conducía el camión?

–Mi madre está enferma –dijo el niño, con voz estrangulada–. No sabía qué hacer. No tenemos teléfono.

–Has hecho lo que debías –afirmó Pedro–. Baja del camión. Paula, sube al coche. Vamos al hospital.

–Mi madre dice que no... porque no tenemos dinero ni seguro médico.

–Yo me encargo de eso –Pedro se quedó esperando, con Sabrina en brazos, mientras Puala corría al interior de la casa para buscar las llaves del coche.

Pero el niño no se movió del asiento, mirándolo con recelo. Y luego, de repente... escondió la cara en la camisa. Pedro sabía por instinto que no podía reconocer las lágrimas de un niño que probablemente llevaba toda su vida haciéndose el duro.

–Sube al coche de Paula, Tomás. Tu madre se pondrá bien –le dijo.

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