lunes, 11 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 6

Pero Pedro Alfonso siempre había sido así y Paula casi podía ver el fantasma de la chica que había sido una vez. Podía sentir la humillación que había sentido a los catorce años, cuando estaba loca por él, pero para Pedro era tan invisible como un fantasma. No, más bien como un mosquito, una cosa irritante que él apartaba de vez en cuando. La hermana pequeña de su mejor amigo. Y había sabido desde que la llamó por primera vez seis meses antes que nada bueno saldría de ese encuentro. Algo en su tono de voz, serio y decidido, la había hecho pensar que iba a contarle cosas que ella no quería escuchar, que seguramente nunca estaría preparada para escuchar. Además, verlo de nuevo la haría anhelar cosas que no podía tener. Porque nunca lo había visto sin su hermano, Gonzalo. El hermano que ya no volvería a casa. ¿No había pensado que ver al amigo de su hermano intensificaría el dolor que empezaba a convertirse en un compañero inseparable pero que, por fin, ya no era un dolor lacerante?

Una vez lo había culpado por las decisiones de Gonzalo, pero tiempo atrás se había dado cuenta de que su hermano había nacido para hacer lo que hacía. Era una decisión por la que estaba dispuesto a dar la vida. Y lo había hecho. Pero, si Pedro quería pensar que seguía haciéndolo responsable y si eso mantenía una barrera entre los dos, le parecía bien. Porque lo que la sorprendió en ese momento fue que al mirarlo no pensaba en la muerte de su hermano. Y no estaba preparada para admitir que el anhelo de que se fijase en ella no había desaparecido con la ortodoncia y el primer sujetador. Para nada. Paula parpadeó.

–Nadie me llama así. Nadie me llama Pauli.

Seguramente sonaba un poco infantil, a la defensiva, y no quería que supiera que la afectaba en modo alguno. ¿Por qué no podía haber dicho: «Hola, Pedro. Me alegro de verte»? ¿Por qué tantos años de estudios y sofisticación no la protegían como una capa? Porque la había pillado en mal momento, corriendo detrás de unos ponis renegados, con el tacón roto, el cabello despeinado y el vestido manchado a saber de qué. De haber sabido que no iba a aceptar una negativa lo habría citado en su oficina, de la que estaba tan orgullosa, en la calle principal de Mason, donde hubiera tenido controlada la reunión.

–¿Cómo debo llamarte?

Su voz era profunda, masculina, y la hizo sentir un escalofrío. Señorita Chaves seguramente sería ridículo cuando estaba descalza, despeinada y para nada parecía una persona seria y profesional.

–Pau.

–Ah.

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