viernes, 29 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 49

–Diego puede darles de comer y yo me quedaré aquí con mi madre.

–No puedes quedarte en el hospital por la noche, Tomás. Pero te prestaré mi móvil y le diré a esa enfermera de allí que vas a llamar de vez en cuando para preguntar por tu madre. ¿Te parece bien?

–No quiero quedarme con ella –dijo el niño entonces, señalando a Paula.

De nuevo, Paula se pregunto qué había hecho para ganarse su antipatía.

–Si no quieres quedarte conmigo, seguro que quieres quedarte con Pedro.

Él se acercó para tomarla del brazo y llevarla aparte.

–Eso sería muy raro.

–¿Por qué?

–Los hombres adultos no llevan niños extraños a su casa.

–Entonces, yo iré también –sugirió ella–. ¿Tienes una habitación para mí?

Pedro suspiró.

–Desgraciadamente, sí. ¿Por qué tengo la impresión de que vas a conseguir que nos detengan a los dos? ¿O a hacer que Sabrina nos chantajee?

–Yo creo que Sabrina nos lo agradecerá. Y a menos que a tí se te ocurra una idea mejor...

Pero a Pedro no se le ocurría nada, de modo que sacó su móvil del bolsillo.

–Diego, perdona que llame tan tarde, pero es que ha ocurrido algo importante y necesito tu ayuda.

Le contó lo que había pasado y cuando Diego aceptó dar de comer a los ponis, Pedro le dió las gracias y cortó la comunicación.

–Bueno, ya podemos irnos.

Y así fue como Paula se encontró frente a un modernísimo edificio de cristal, a la orilla del lago Okanagan, donde Pedro tenía un ático.

–¡Vaya! –exclamó Tomás desde el asiento trasero del coche–. Eres rico.

–No se lo digas a tu madre –murmuró él. Y Paula le dió una disimulada patadita por debajo.

Pero cuando bajaron del coche, tuvo que disimular su sorpresa. Ella lidiaba con gente rica todos los días, pero aquella debía de ser la zona más cara de todo el valle de Okanagan. El Monashee era un edificio muy exclusivo, justo al borde de un acantilado, frente al lago, y los apartamentos valían una fortuna.

–Jo... –Tomás miraba el edificio con gesto de incredulidad.

El «jo» terminó de una forma que escandalizó a Paula. No porque nunca hubiese oído esa palabrota, sino porque nunca la había oído pronunciada por un niño de siete años.

–No se dicen esas cosas delante de una señora, Tomás –lo regañó Pedro, pero sin la brusquedad con la que se dirigiría a los más jóvenes del pelotón.

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