lunes, 25 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 39

Pedro llegó a casa de Paula sintiéndose tan tímido como un adolescente en su primera cita. Le gustaría no llevar flores porque el ramo era enorme: una explosión de margaritas, rosas, lirios, lilas. Aún no había ni rastro del decrépito camión de Sabrina. Miró la casa de Gonzalo y esperó sentirse invadido por la tristeza. No fue así y se alegró. Paula había pintado la fachada y había colocado tiestos bajo las ventanas. Mientras se acercaba a la puerta tuvo que hacerse fuerte, no contra los recuerdos de Gonzalo, sino contra los recuerdos de Paula. El sabor de sus labios, la pasión que había en ellos. Y cómo lo había hecho sentir. Como si pudiera confiar en ella. Como si pudiera confiarle cosas que no le había confiado a nadie. Paula abrió la puerta y miró por encima de su hombro.

–Ah, hoy no traes el Ferrari.

–Lo he cambiado por algo que se parece más a mí.

–El Ferrari se parece a tí –Paula estudió la camioneta aparcada frente a la casa–. Y eso también eres tú. Ah, un hombre de muchas caras.

Lo había dicho de broma, pero Pedro no se lo tomó de ese modo. Él era un hombre de muchas caras y algunas de ellas probablemente la asustarían. Debería recordar que no era siempre lo que parecía. Pero Paula tomó las flores con tal alegría que, por fin, se alegró de haberlas llevado.

–¡Narcisos en julio! Pero, bueno, qué sorpresa... entra, por favor.

El interior de la casa también había cambiado y Pedro sintió que parte del estrés desaparecía.

–Has hecho reformas.

–Sí, y me encanta. Mi idea de un buen rato es ir a la ferretería para ver suelos de madera y tiradores de cajones.

De modo que era exactamente lo que había imaginado: Paula quería hacerse pasar por una mujer dedicada a su trabajo, pero en realidad estaba dedicada a su casa. Y lo hacía muy bien. El cuarto de estar era un sitio acogedor y todo, desde los muebles a la elección de colores, invitaba a sentirse como en casa. A sentarse y quedarse durante mucho, mucho tiempo. Incluso había un osito de peluche en el sofá que no parecía en absoluto ridículo, al contrario. Era como si te diese la bienvenida. Daba una sensación de seguridad...

Pedro frunció el ceño. Se sentía seguro. Pero ¿Por qué no iba a sentirse seguro? No estaba en una zona de guerra y no pensaba volver por allí. Aunque, en aquel cuarto de estar, se dio cuenta de que tal vez nunca había abandonado aquel sitio del todo. Un sitio como aquel, acogedor, invitador, le resultaba extraño. El concepto de hogar le resultaba extraño. Las casas en las que él había crecido siempre habían sido una residencia temporal. Tarde o temprano, su familia trasladaba los viejos muebles y los platos desvencijados a otro sitio. Nada de bonitas lámparas, nada de alfombras. ¿Y su propia casa? Un monumento al diseño contemporáneo: cuero negro, acero, superficies brillantes, ángulos. Compraba casas como inversión, no se encariñaba con ellas. No había sabido que quería algo hogareño hasta que entró allí.

–Ven a la cocina –dijo Paula–. Estoy pelando patatas. He pensado que  Tomás querría patatas fritas, ya sabes cómo son los niños. Espero que no te importe, pero el menú es muy casero: ensalada, hamburguesas y patatas fritas.

–¿Importarme? Es el sueño de cualquier hombre.

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