viernes, 29 de mayo de 2020

El Soldado: Capítulo 50

Era evidente que el niño estaba agotado y Paula agradecía que Pedro supiese cómo lidiar con él. Un empleado del edificio salió para llevar el coche al garaje y él los llevó por un vestíbulo que parecía el de un carísimo hotel, con enormes sofás de piel, espejos y alfombras hechas a mano sobre suelos de mármol pulido. Una de las paredes era de granito negro, con una cascada de agua. El ascensor se abría directamente al departamento de Pedro. Era un espacio abierto, pero tan diferente a su casa como un camello a un canguro. Elegante, opulento, con suelos de madera, muebles de diseño y cuadros originales en las paredes. La del fondo era un enorme cristal desde el que podía verse el lago.

–Jo... –empezó a decir Tomás de nuevo, pero después de mirar a Pedro no terminó la frase.

–¿Quieres comer algo? –le preguntó él.

El niño lo pensó un momento y después negó con la cabeza. Pedro los llevó a la zona de invitados, dos preciosas habitaciones que compartían un lujoso cuarto de baño. En unos minutos, sin quitarse la ropa siquiera, con el móvil de Pedro en la mano, Tomás se quedó dormido sobre sábanas de seda. Solo había podido cepillarse los dientes antes de caer rendido. Paula lo miró con una ternura que no podía disimular. Parecía tan pequeño en aquella cama que tuvo que contener el impulso de apartar el pelo de su cara y darle un beso de buenas noches. También ella estaba agotada y cuando salió de la habitación y vió a Pedro frente a la pared de cristal le habría gustado abrazarlo. Soltarse el pelo y olvidar sus reservas. Le gustaría decir: «Abrázame. Volvamos a hacer lo que hacíamos cuando el camión de Sabrina acabó en mi jardín». En lugar de eso dijo:

–El pobre se ha quedado dormido enseguida. Apenas ha tenido tiempo de lavarse los dientes.

Le gustaría hacer algún comentario sobre la cantidad de cepillos nuevos que tenía en el armario del baño, pero de repente le pareció un símbolo de todas las diferencias entre ellos. ¿Quién tenía una docena de cepillos nuevos para invitados inesperados? Exactamente la clase de hombre que vivía en un sitio como aquel, la clase de hombre a quien las enfermeras ponían una mano en el brazo.

–Tú también debes de estar cansada –había cierta frialdad en su voz–. Te enseñaré la otra habitación.

Y Paula lo entendía. Prácticamente lo había secuestrado. Después de todo, esos cepillos de dientes no eran para niños abandonados. Le había demostrado que no tenía por qué estar solo, pero Pedro necesitaba distanciarse de eso y ella también.

–Gracias –murmuró.

Y no se refería solo a la habitación, sino a dejar que cuidase de Tomás. A darle la oportunidad de hacer el papel de tía antes de tener pruebas de que lo era. Aunque, en su corazón, sabía que tenía que serlo.

Pedro oyó que cerraba la puerta de la habitación y dejó escapar el aliento que había estado conteniendo. Paula estaba en su casa. Cuando la vió salir del cuarto de Tomás supo lo fácil que sería dar un paso más. Y también ella quería hacerlo, lo había visto en sus ojos. Pero sería un error.

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