lunes, 17 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 7

 –No te he llamado por lo de la fiesta. Había pensado hablar contigo cuando vinieras, pero dado que no vas a estar…


–¿Qué querías decirme?


–Pedro… Algo raro está pasando.


–¿A qué te refieres?


–Supongo que sabes que a Mama Ana le han quitado el permiso de conducir, ¿No?


–Pues no.


–El invierno pasado tuvo un pequeño accidente. Nada serio. Se saltó un stop y acabó llevándose por delante la valla y las rosas de María Rosa Moqueen.


–¡Ja! Dudo que fuera un accidente. Seguro que lo hizo a propósito –la rivalidad entre Mamá y María Rosa por sus rosas era legendaria–. ¿Y dices que no fue nada serio?


–No, pero tuvo que ir al médico. Le hicieron las pruebas de aptitud y le retiraron el permiso.


–Le abriré cuenta con Ferdinand’s Taxi.


–No me importa llevarla donde necesite. Me gusta. Lo que me preocupa es que, antes de la visita que tuvo que hacer por el accidente, creo que no había ido al médico en veinte años.


–Treinta. Ya sabes que se toma su «Elixir», como ella dice.


–Pues me parece que ha dejado de funcionarle –respondió–. Este mes pasado, la he llevado tres veces al médico.


–¿Y qué le pasa?


–Según ella, nada.


Silencio. Entendía bien el silencio. Se estaba preguntando por qué no le habría contado lo del carné de conducir, ni lo de las citas médicas. Y habría adivinado que Mamá Ana no quería preocuparle.


–Y seguramente no sea nada –corroboró él, pero parecía incómodo.


–Eso mismo me digo yo. Tampoco quiero pensar que tiene ochenta años.


–Hay algo que no me estás contando.


Resultaba espeluznante que después de tantos años, y por teléfono, aún pudiera hacer eso. Leerle le mente. ¿Por qué entonces no habría sido capaz de hacerlo la única ocasión en que importaba de verdad? «Nunca podría enamorarme de un chico como tú». Miró por la puerta abierta para recuperar la compostura.


–Ví sobre la mesa de la cocina una lista escrita por ella, y antes de que pudiera esconderla en el cajón, pude ver que se trataba de disposiciones para su entierro. 


Pero no le dijo que, antes de que ocultara apresuradamente el documento en el cajón, la había visto mirar por la ventana, pensativa, y que le había oído preguntarse en voz baja:


–Este hijo mío… ¿Volverá a casa algún día?


Tantos niños como habían pasado por su casa, y solo uno era su verdadero hijo para ella.


Oyó a Pedro contener el aliento y maldecir. Había roto sus defensas.


–Es una de las razones que me ha empujado a organizar esto. Quiero que sepa… –la voz le falló–. Quiero que sepa lo mucho que ha significado para todos nosotros antes de que sea demasiado tarde.


El silencio que siguió fue largo.


–Estaré ahí en cuanto me sea posible.


–¡No! Espera, Pedro…


Pero ya había colgado.

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