lunes, 17 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 9

En el mundo en el que él vivía, no era posible dejarlo todo a un lado y salir corriendo. Pasarían días antes de que se viera obligada a enfrentarse a Pedro Alfonso. En su web se decía que su empresa había facturado más de treinta y cuatro millones el año pasado, así que no podía dar media vuelta y marcharse esperando que algo así se dirigiera solo. Podía seguir centrada en su vida. Apartó la mirada del lago y examinó la muestra de pintura que había aplicado a la pared de la casa. Le gustaba aquel lavanda como color principal de la fachada. Le parecía un tono acogedor y juguetón, un tono que daría la bienvenida y ayudaría a tranquilizar a las mujeres que algún día llegarían allí, una vez hubiese logrado transformar todo aquello en casa de acogida: La Casa de Juan. «Mi madre lo detestaría».


Mejor dejar lo de la pintura y dedicarse a pedir unos cuantos libros y a trabajar en las peticiones de fondos que necesitaría enviar en cuanto la recalificación estuviera lista. Habían llegado varias donaciones para la subasta y aún no había abierto las cajas. El ruido del motor del avión volvió a llegar a sus oídos. Sonaba demasiado cerca como para ignorarlo. Alzó la mirada y lo vió, rojo y blanco, casi directamente sobre su cabeza, tan cerca que pudo distinguir su número de matrícula. Obviamente pretendía aterrizar en el lago. Lo vio amerizar suavemente, transformando el agua que rozaba con sus patines en espuma plateada de mercurio. El ruido del motor pasó de ser un rugido a un ronroneo. Sunshine Lake, situado en el interior más agreste de la Columbia Británica, siempre había sido lugar de retiro para los ricos y, a veces, para los famosos. A su padre le encantaba contar que una vez, cuando era un adolescente, llegó a ver allí a la reina durante una de sus visitas a Canadá, de modo que ver llegar un avión no era cosa rara. Lo que sí era poco habitual era verle dar la vuelta y que se encaminara directamente hacia ella. Aunque el brillo del sol le impedía ver al piloto, Paula supo de inmediato y sin sombra de duda que era él.


Pedro Alfonso había aterrizado. Había llegado a su mundo. Y con esa certeza llegó otra segunda: que, a partir de aquel momento, nada iba a salir como ella esperaba. Los días en que elegir el color de la pintura para la fachada era la decisión más difícil de tomar se habían acabado. Se había imaginado que se presentaría en un deportivo, o quizás en una moto de las más caras. Incluso había considerado la posibilidad de que apareciera en una limusina blanca con chófer, la misma que había enviado a recoger a Mamá Ana el Día de la Madre del año anterior. «Chúpate esa, doctor Chaves». La avioneta se deslizó hasta el viejo pantalán de la casa de Mamá Ana, el motor se detuvo y el aparato siguió deslizándose. Entonces, por primera vez desde hacía siete años, le vió. Pedro abrió la puerta y saltó al pantalán, lanzó un cabo con mano experta para amarrar y tiró de él tras pasarlo alrededor de la bita de amarre. El hecho de que hubiera llegado pilotando su propio avión dejaba más que claro que era ya un hombre seguro de sí mismo. Llevaba gafas de aviador de espejo, una cazadora de cuero y pantalones caqui, pero era el modo en que se movía, la seguridad que desprendían sus movimientos lo que irradiaba confianza y fuerza. Sintió una presión en el pecho. El corazón le latía demasiado deprisa.

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