miércoles, 26 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 23

 –No me preocupa eso. Tenías que haberte llevado un chaleco salvavidas.


–¿Te preocupas por mí, Pauli?


–¡No!


–¿Entonces?


–¡Pues que tenías que habérmela pedido!


–Es posible, pero los dos sabemos que no soy uno de esos hombres que lo hacen todo según dictan las normas.


Suspiró.


–No quiero tu dinero, Pedro. Si quieres llevarte una canoa, hazlo, pero por lo menos dile a alguien adónde piensas ir. A Mamá, si no quieres hablar conmigo.


–No necesito caridad –espetó él–. Prefiero pagarte.


–Yo tampoco la necesito.


–¿Sabes lo que te digo? Que voy a pedir que me envíen mi propio equipo.


–Hazlo.


Le vió marcharse, tieso como un palo, y sintió lástima. Por lo menos deberían ser capaces de hablar de Mamá. Pero no le había devuelto las llamadas y tampoco ahora parecía más predispuesto a hablar. Fue en busca del billete de veinte dólares, lo metió en un sobre y garabateó su nombre en él. Sin molestarse en vestirse, atravesó la hierba que unía las dos casas pero no llamó a la puerta, sino que, siguiendo su ejemplo, lo dejó debajo de una piedra y dió media vuelta. Cuando volvió a su casa inspeccionó las canoas y, tras localizar la que había utilizado, colocó un chaleco salvavidas en su interior.


–¿Esto qué es? –preguntó Mamá Ana, entregándole un sobre.


Pedro suspiró irritado. Siempre tenía que tener la última palabra. Pero aquella vez no se iba a salir con la suya, se dijo, doblándolo y guardándoselo en el bolsillo antes de salir por la puerta de atrás. La última persona en el mundo de la que aceptaría un regalo sería de ella. Los días en que Paula, o cualquier otra persona de aquella ciudad, podían sentirse superiores a él, se habían terminado. Levantó la mano para llamar a la puerta, pero no lo hizo porque unas voces airadas salían por el ventanal.


–¡Vas a cargarte la zona! –decía alguien muy enfadado.


–Es solo una prueba –respondió Paula en tono conciliador.


–¿Morado? ¿Vas a pintar la casa de morado? ¿Me tomas el pelo? ¡Es un horror! Cuando Diego y yo lo vimos desde el barco, casi me caigo por la borda.


Paula había tenido ahí la oportunidad perfecta de decirle: «Qué pena que no te cayeras». Pero se limitó a defender su elección.


–Me parece un color muy actual.


–¿Actual? ¿En Lakeshore Drive?


A eso no hubo respuesta. Fue a llamar por fin a la puerta, pero se la encontró abierta, de modo que entró. Lucy estaba de pie en la puerta principal, aún en bata, los brazos cruzados sobre el pecho en actitud defensiva, mirando a una mujer más alta que ella y delgada, con esa clase de delgadez que solo se consigue con dolor. Su rostro le era conocido. Malena Mitchell-Franks. Vestida con traje de chaqueta de pantalón de lino, el maquillaje y el peinado de quien asiste a una fiesta, miraba a Paula con la cara desfigurada por la rabia. El aspecto de Paula era todo lo contrario al de Malena. Acababa de salir de la ducha, tenía el pelo mojado, y la sofisticación brillaba por su ausencia, perdida como estaba en aquel enorme albornoz, de esos que cuelgan en la puerta del baño de los hoteles caros. Iba descalza, y por absurdo que pareciera, le pareció mucho más sexy que las sandalias de tacón de aguja de su visita.


–¡No pienses ni por un momento que este año vas a volver a alquilar canoas! El verano pasado el tráfico se puso imposible en la zona, y no tienes estacionamiento. La calle de tu casa era una pesadilla. Y hubo un montón de gente en mi playa.


–No existe ninguna ley que diga que no puedo alquilar canoas – respondió, pero sin demasiada fuerza.


¿Aquella era la misma Paula que lo había tirado al agua? ¿Por qué no mandaba a paseo a aquella idiota?

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