lunes, 17 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 10

 –No está calvo –murmuró, cuando el sol prendió en su cabello color chocolate. 


Estaba siendo un placer observarlo desde la distancia y sin que él se supiera observado. Sus movimientos eran pura eficacia mientras amarraba el avión al pantalán. Le daba la impresión de que había ensanchado de hombros. La delgadez de su juventud había desaparecido, reemplazada por una solidez que a ella le hacía tragar saliva, el físico de un hombre maduro en la plenitud de su poderío. Alzó de pronto la cabeza y miró a su alrededor con el ceño fruncido, como si hubiera notado que lo observaban. Crac. El ruido fue tan fuerte en el silencio de primera hora de la mañana que Paula se sobresaltó de tal modo que el café le cayó en el pijama. ¿Truenos? No. Horrorizada vio que la vieja bita de amarre de Mamá Ana, gruesa como un poste de teléfono, se había tronchado como si fuera un palillo mondadientes. Ante sus ojos, vió cómo Pedro se apercibió del movimiento y logró evitar el golpe, salvando la cabeza, pero no el hombro. El golpe del madero lo lanzó al agua. El poste cayó a continuación. Un silencio pétreo engulló el lago.


Paula se había levantado ya de la tumbona cuando la cabeza de Pedro salió del agua y una maldición furiosa y sonora rompió la calma que había vuelto a reinar en la superficie de las aguas. El grito le quitó la angustia. Al menos el poste no le había dado en la cabeza, ni la gélida temperatura del agua le había dejado atontado. Con la manta sobre los hombros, corrió descalza por la hierba y entre los pinos que rodeaban la casa de Mamá Ana para alcanzar las maderas casi podridas del embarcadero. Pedro se estaba encaramando a uno de los patines del hidroavión, que afortunadamente no parecía querer alejarse. Solo se deslizaba suavemente, apartándose del pantalán.


–¡Pedro! –le gritó, dejando caer la manta–. ¡Lánzame el cabo!


Se puso de pie, buscó el cabo y se volvió a mirarla, y aunque tenía que estar congelado, hubo una pausa en las que ambos, simplemente, se miraron el uno al otro. Había perdido las gafas, y sus ojos oscuros, como de chocolate derretido, no mostraban sorpresa de verla por allí, sino que parecían examinarla como haciendo inventario. «Ay, Dios», se lamentó. «No le gusta mi pelo. ¡Madre mía! ¡Pero si llevo puesto el pijama de Winnie-the-Pooh!».


–¡Lánzame el cabo de una vez!


La gruesa cuerda volaba por el aire hacia ella. El lanzamiento iba a quedarse un poco corto, pero si se echaba hacia delante un poco conseguiría agarrarlo.


–¡No! –gritó él–. ¡Déjalo!


Demasiado tarde. Paula se había inclinado mucho, y aunque intentó corregirse, dando un paso atrás, su peso estaba ya demasiado hacia delante y comenzó a girar los brazos como si fueran las aspas de un molino. Sintió que perdía pie, que el aire frío le rozaba la piel y que caía al lago. Se hundió arrastrada por el peso del pijama de franela empapado. No estaba preparada para el frío de aquellas aguas grises cuando le cubrieron la cabeza. El cuerpo se le quedó rígido. La sensación era de quemarse, no de congelarse, y los miembros se le paralizaron de inmediato. Casi a cámara lenta, por fin volvió a la superficie. Estaba en estado de shock, demasiado agarrotada siquiera para gritar. Sin saber cómo, logró acercarse al pantalán y aferrarse a los planchones de madera. Intentó auparse, pero tenía una aterradora falta de fuerza en los brazos.


–¡Espera!


Hasta los labios los tenía paralizados. Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para hablar.


–¡No! No lo hagas.


Aunque la cabeza le iba a cámara lenta, se dió cuenta de que no tenía sentido que los dos estuvieran en el agua. A él le ocurriría lo mismo que a ella con el frío. Y además, estaba más lejos que ella del pantalán. En cuestión de segundos quedaría inerte, como ella, a merced de las aguas. Oyó su zambullida de inmediato. Intentó mantenerse agarrada, pero no sentía los dedos, y volvió a caer. El agua le tapó una vez más la cabeza.

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