lunes, 24 de enero de 2022

No Esperaba Encontrarte: Capítulo 18

 –Deberías venirte a Toronto conmigo –le dijo a modo de introducción. En la bolsa llevaba algunos folletos de las mejores residencias para mayores.


–¿A Toronto, yo? Eres tú el que debería venirse aquí. Esa ciudad tan grande no es sitio para un chico como tú.


–Ya no soy un chico, Mamá.


–Para mí siempre serás mi niño.


La miró con cariño, buscando algún síntoma de enfermedad entre sus arrugas, pero la encontró como siempre. Cuando la conoció ya parecía mayor, y no parecían pasar los años por ella. De hecho, esa falta de cambios, esa inmutabilidad, era un ancla para él en un mundo tan cambiante. ¿Por qué no habría querido decirle que le habían retirado el permiso de conducir? Cumpliría los ochenta tres días antes del Día de la Madre. Sostuvo abierta la puerta para que pasara y ambos entraron a la cocina. De nuevo signos de falta de atención: La pintura de los armarios despellejada, una puerta que no cerraba, las losetas de linóleo antiguo que empezaban a despegarse por los bordes. Había un paño de cocina atado fuertemente en un grifo y se acercó a mirar. Habían intentado contener una fuga.


–¿Obra de Paula?


–Sí.


La Paula que él no conocía otra vez.


–Tienes que decirme estas cosas. Habría pagado al fontanero.


–Ya pagas bastante.


Se volvió a mirarla, y sin previo aviso volvió a sentirse un chaval de catorce años, de pie en aquella cocina por primera vez. La casa de Ana era su quinto hogar de acogida en otros tantos meses, y a pesar de que el entorno que ocupaba era privilegiado, vista desde fuera parecía más pequeña, más vieja y más oscura que todas las demás por las que había pasado ya. A lo mejor, pensó entonces con una buena dosis de cinismo, van enviándote cada vez a sitios peores. Habría parecido una casa muy humilde de estar en un entorno distinto, pero rodeada de aquellas magníficas casas de campo, parecía una choza fuera de sitio en la orilla de Sunshine Lake. 


Aquella mañana, de pie en una cocina que difería bastante del exterior de la casa, Pedro tenía catorce años y estaba muy asustado, pero había una lección que había aprendido bien desde la muerte de su padre: Nunca debía dejar que vieran su miedo. Le habían presentado a Mamá Ana, una mujer que parecía fuerte y bastante mayor, con el pelo de un blanco azulado y más frito que rizado gracias a una mala permanente. Tenía en la cara más arrugas que un Shar-Pei, y Pedro pensó que parecía demasiado mayor para cuidar de los hijos de otros. Pero, por otro lado, su aspecto era totalmente inofensivo plantada allí en su cocina, con un vestido desaliñado, piernas y brazos gordezuelos, tobillos hinchados y zapatos cómodos. Sobre el vestido llevaba un delantal que una vez fue blanco pero que, después de muchos pasos por la lejía, tenía ya el color del té y sombras de manchas de chocolate y arándanos. Terminadas las presentaciones y las formalidades, la trabajadora social se marchó y él se quedó con una bolsa de papel en la que llevaba dos camisetas, unos vaqueros y una muda. La señora Ana lo miró y él notó en sus ojos el brillo de la amabilidad. Cuanto antes se enterara de que no iban a ser amigos, mejor.


–He matado a un hombre con mis propias manos –espetó.


Lo de «Con mis propias manos» lo había añadido de su cosecha pero, en realidad, era parte de la estrofa de una canción. Así conseguía que la gente se apartara de él, creyéndolo peligroso. Y si algo quería entonces, a sus catorce años, era que la gente se mantuviera alejada de él. Era como un animal herido que no quería volver a confiar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario