lunes, 14 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 26

 –Agradezco que hayas ahuyentado a ese tipo –le dijo con sinceridad– . No tenías por qué –al fin y al cabo, en ningún lado estaba escrito que Pedro estuviera obligado a cuidar de ella. 

 

–Sí que tenía por qué –respondió él mientras esperaba a que Bruno llegase hasta su extremo de la barra–. Ese vaquero no parecía de los que quedan satisfechos solo con un baile.


 –Si hubiera visto lo mal que bailo, creo que se habría dado por vencido –dijo ella riéndose.


 No podía ser tan ingenua.


 Pedro se dió la vuelta y levantó un dedo. 


–Primero, no creo que el objetivo de ese tipo fuera un baile. Y segundo –levantó un segundo dedo–, no eres tan mala bailarina como dices. Tienes que dejar de desprestigiarte de ese modo, muñeca.

 

–No me desprestigio –respondió ella a la defensiva–. Simplemente sé cuáles son mis limitaciones. No creo en las fanfarronadas ni en las cortinas de humo en lo referente a las cosas que puedo y que no puedo hacer.

 

Aquello era ir demasiado lejos.

 

–Muy bien. Dime una cosa positiva sobre tí –le pidió él–. Solo una. Te reto. Adelante.


 Paula no estaba acostumbrada a enumerar sus propios atributos y tardó un minuto hasta tener algo que ofrecer.

 

–Soy una persona muy amable –le informó. Se enorgullecía de eso, de ser alguien que se desviviría por ayudar a los demás o hacer que se sintieran mejor consigo mismos. 

 

Le gustaba ayudar a la gente.

 

–Eso se da por hecho –en lo que a él respectaba, Paula era la definición de la amabilidad. 


Era increíblemente amable con todos. «Incluso con ese vaquero asqueroso», pensó con cierto rencor.

 

–En realidad no –señaló ella–. La gente no es amable por defecto –no pudo evitar pensar que el mundo sería un lugar maravilloso si eso fuera cierto.

 

–Bueno, eso es gracias a que pasas tiempo conmigo –contestó él.

 

–¿Ah, sí? –Paula se rió–. Sí, quizá tengas razón –añadió en vez de tomarle el pelo, pues aún sentía sus labios en los suyos–. Es gracias a que paso tiempo contigo.


 Pedro agitó la cabeza levemente, lo justo para que su pelo negro se revolviera y a ella le dieran ganas de tocárselo.

 

–Siempre tengo razón –le dijo él.


 –A mí me lo vas a decir –bromeó Paula–. ¿Alguna vez te cuesta cruzar una puerta con ese cabezón tan grande que tienes?


 –No.

 

Bruno se acercó a él en ese instante.

 

–¿Qué va a ser?

 

–Un destornillador para la señorita, con más zumo que alcohol – explicó él.

 

–Marchando –respondió Bruno.

 

Pedro siguió mirando hacia la barra, de espaldas a Paula. Algún día tendrían que hablar de aquello, de lo que acababa de ocurrir entre ellos en la pista de baile. Pero ese día no había llegado, y se dijo a sí mismo que no tenía sentido sacar el tema hasta que no hubiese encontrado respuesta a las preguntas que le rondaban por la cabeza. ¿Por qué la había besado? ¿Por qué había sentido ese ardor en las venas recorriendo su cuerpo? ¿Por qué seguía con un nudo en el estómago?


 –Aquí está –dijo mientras le entregaba el destornillador que Bruno había puesto sobre la barra–. Un vodka con zumo de naranja sin contaminar.

 

En realidad el primer destornillador que había pedido no tenía nada de malo.

 

–No me gusta desperdiciar las cosas –confesó señalando con la cabeza la mesa donde había dejado su copa.

 

–Oh, no va a ser un desperdicio –le aseguró él con una carcajada.

 

Cuando Paula se dió la vuelta para ver de qué estaba hablando, vió a Esteban Jones, uno de los tres borrachos del pueblo, mirar a su alrededor furtivamente antes de agarrar la copa y alejarse hacia el cuarto de baño.

 

–Parece que el sheriff va a tener un huésped en la cárcel esta noche – murmuró Pedro. 

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