lunes, 7 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 12

 –Dile que estoy enferma.

 

–Paula Chaves, ya sabes lo que opino de las mentiras –le informó Alejandra.


 –Pero creo que estoy incubando algo –protestó Paula–. Me siento febril.


 Alejandra frunció el ceño y se giró hacia su hija.

 

–Agáchate –le ordenó.


 –Mamá, no creo que…


 –He dicho que te agaches –repitió Alejandra cuando el timbre volvió a sonar. Cuando Paula obedeció, su madre se inclinó hacia delante y empleó el clásico termómetro de madre: le dio un beso en la frente a su hija–. Fría como un pepino –declaró–. No tienes fiebre. Así que vas a salir. No hay más que hablar.


 Sin más, Alejandra se dió la vuelta y salió de la habitación justo cuando el timbre sonaba por tercera vez. Paula suspiró y reflexionó sobre las ventajas de la situación. Al fin y al cabo, no podría ser tan humillante. Iba a salir con unas compañeras del trabajo y, aunque no fuesen íntimas amigas, las conocía lo suficiente. Irían a Murphy’s, tomarían un par de cervezas, en su caso una sangría, comerían unos cacahuetes y escucharían al grupo del que Nadia llevaba dos días hablando. Si se acercaba algún hombre, les pedía bailar a las otras y ella se quedaba sola en la barra, al menos conocía a Bruno Murphy, el camarero que probablemente esa noche estuviera trabajando, y podría tener una conversación con él mientras esperaba a que sus amigas regresaran. No pensó en lo que haría si alguien le pedía bailar a ella, porque estaba más que segura de que nadie lo haría. A no ser que se tratase de alguien que no quisiera marcharse solo a casa a la hora de cerrar. Y podría apañárselas sola para zafarse de alguien así. Antes de irse de casa, Gonzalo había empezado a aprender artes marciales y le había enseñado algunos movimientos de autodefensa que podrían serle muy útiles en situaciones complicadas. «Ya está bien de tanto pensar. Hora de vestirse», se ordenó a sí misma. Se puso el vestido azul, que resbaló agradablemente por su piel y se detuvo a varios centímetros por encima de la rodilla. Era un poco más corto que el vestido azul marino. No estaba acostumbrada a llevar algo tan corto, ni tan apretado, pensó al mirarse en el espejo que había en su puerta. Paula no se dió cuenta de que estaba sonriendo hasta que se miró a la cara. Se peinó y decidió dejarse el pelo suelto. Al fin y al cabo, no quería llamar demasiado la atención; de eso ya se encargaría el vestido.


 –De acuerdo –se dijo a sí misma con un suspiro–. Preparada o no, allá voy.

 

Se puso los pendientes de aro que le había regalado su madre el día de su graduación y se acercó a la parte delantera de la casa. Los pendientes eran la única joya buena que poseía, además de la pequeña cruz de oro que su padre le había regalado en su primer día de escuela. Oyó las voces procedentes del salón. Al acercarse, Paula ladeó la cabeza y escuchó con atención. Distinguió la voz de su madre, pero la voz que respondía no se parecía en absoluto a la de Nadia, o a la de ninguna otra mujer que conociera, salvo quizá la señorita Joan. Pero ni siquiera su jefa tenía la voz tan profunda. Si no supiera que era imposible, habría dicho que aquella voz era de… El corazón se le aceleró como sucedía siempre que oía su voz y se daba cuenta de que andaba cerca.

 

–¿Pedro? –preguntó al entrar en el pequeño salón.

 

–Hola –contestó Pedro despreocupadamente mientras se volvía hacia ella–. Vaya –añadió con asombro al fijarse realmente en ella–. Muñeca, ¿Eres tú? 

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