miércoles, 2 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 5

  –No. Es porque yo soy lo suficientemente sensato como para no casarme nunca –contestó Pedro. Apoyó la barbilla en la palma de su mano y miró hacia una de las mesas, donde cuatro mujeres que rondarían su edad desayunaban mientras charlaban–. Hay demasiadas flores bonitas ahí fuera como para conformarme con un único jardín de mi propiedad.


 –¿Así que ahora eres jardinero? –preguntó la señorita Joan–. Que Dios nos asista.


 Le dirigió entonces a Paula una mirada muy significativa, pero no dijo nada más antes de irse a atender al sheriff, que acababa de entrar.


 –Buenos días, sheriff –dijo la señorita Joan mientras limpiaba automáticamente una parte de la barra que ya estaba limpia–. ¿Se ha enterado ya de la noticia? –no se molestó en esperar a que respondiera–. El último de los Alfonso disponibles se va a casar.

 

El sheriff Rodrigo Santiago frunció el ceño confuso. Entre gruñidos cansados por su avanzado estado de gestación, Luciana le había contado aquella mañana la noticia sobre su hermano. Pero no había mencionado el pequeño detalle que la señorita Joan acababa de contarle.

 

–¿El último? –preguntó Rodrigo–. Creí que Pedro seguía soltero.


 –He dicho «Disponible», sheriff –matizó la mujer–. Eso implica que sea un buen partido. Pedro es de los que juegan el partido y después le dejas marchar al darte cuenta de que nunca podrá ser apto para el puesto.

 

Pedro se dió la vuelta sobre su taburete para mirar a la dueña de la cafetería. Parecía sorprendido.

 

–¿Está diciendo que no soy de los que se casan? ¿O que nadie quiere casarse conmigo?

 

La señorita Joan lo miró durante unos segundos con expresión enigmática antes de responder.

 

–Bueno, chico. Creo que tú eres el único que conoce realmente la respuesta a esa pregunta.


 Pedro sacó varios billetes de un dólar y los dejó sobre la barra mientras se bajaba del taburete. Llevaba en la mano el dónut a medio comer.

 

–Menos mal que la quiero, señorita Joan –le dijo a la mujer al pasar junto a ella–. Porque sabe usted cómo destrozarle el ego a un hombre.


 –Tú aún no eres un hombre, Pedro –contestó la dueña–. Vuelve y habla conmigo cuando lo seas –concluyó con un insolente movimiento de cabeza–. Y tú –le dijo a Paula en voz baja al pasar junto a ella–. Deja de mirarlo como si fuera el gatito más mono del mundo y fueses a morirte si no pudieras tenerlo entre tus brazos. ¿Lo deseas? ¡Pues ve a por él! –le ordenó la señorita Joan a la chica que llevaba trabajando para ella los últimos cinco años.


 Paula miró a su alrededor para ver si alguien había oído el sucinto, aunque vergonzoso, consejo amoroso de la señorita Joan. Para su tranquilidad, nadie parecía haberse dado cuenta. Y la única persona que realmente importaba estaba a punto de salir por la puerta para irse a hacer sus recados y a charlar con cualquier chica guapa que se cruzara en su camino. No sabía que estaba suspirando hasta que la señorita Joan la miró desde el otro lado de la cafetería. Aunque creía que era imposible que la hubiese oído desde allí, sabía que la señorita Joan tenía la capacidad de intuir cosas y leer entre líneas. También sabía que estaba en deuda con ella. La señorita Joan le había ofrecido un trabajo cuando más lo necesitaba, y le habría dado un lugar donde dormir si hubiera necesitado eso también. Era la señorita Joan la que se había interesado por ella y la había alentado para que hiciese cursos online y persiguiese su sueño de ser enfermera de urgencias cuando sus sueños de ir a la universidad se habían desmoronado. Era la señorita Joan la que había tenido fe en ella cuando ni ella misma la tenía. Y tampoco la había criticado ni se había quejado cuando había pasado a ser madre de la noche a la mañana; sin la excitación de haber seguido los pasos habituales para llegar a serlo. Le dirigió una sonrisa a la dueña de la cafetería y siguió trabajando. La señorita Joan no le pagaba para soñar despierta.

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