miércoles, 16 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 33

 –No estropees la diversión, Joannie. Si quieren creer en Papá Noel, deja que lo hagan –dijo Juan, el marido de la señorita Joan, al acercarse a ella y rodearla con los brazos para darle un beso en la mejilla. 


Había entrado en la cafetería hacía no más de tres minutos, discretamente, como tenía por costumbre. Le gustaba decir que disfrutaba viendo a su esposa en acción. La señorita Joan no pareció muy contenta mientras se apartaba de él tras aguantar el abrazo durante unos segundos.


 –¿Qué te he dicho sobre lo de llamarme Joannie en público? –le preguntó con un susurro.


 –Me dijiste que no lo hiciera –contestó Juan–. Pero, cariño, Paula y estos chicos son como de la familia. No tienes por qué avergonzarte estando en familia.

 

–Mucho sabes tú –respondió la señorita Joan. Si Nadia hubiera estado allí, en vez de llegar tarde como de costumbre, su nombre de pila habría corrido como la pólvora por todo el pueblo–. ¿Qué estás haciendo aquí, por cierto? 


–Había pensado en ir también –le dijo Juan–. Ayudarlos a elegir qué árbol cortar. Ya sabes, el tipo de cosas que un marido hace por su esposa.

 

–Y lo dice el hombre que se queda mirando tres pares de calcetines negros por la mañana intentando decidir cuáles ponerse. Tú te quedas aquí, Juan –le informó ella con seriedad–. Me retrasarás, y no quiero tener que preocuparme por tí.

 

–No hay razón para preocuparse –le aseguró Juan–. Tengo el mismo equilibrio que una cabra montés.

 

La señorita Joan estuvo a punto de carcajearse.

 

–Una cabra vieja –especificó–. Y quiero asegurarme de que sigues envejeciendo. Y no podrás hacerlo si te caes y te rompes el cuello. Fin de la discusión. Te quedas aquí.

 

–Entonces tú también –le dijo Juan a su esposa–. Puedo ser tan testarudo como tú, Joannie.

 

Rodrigo se había acercado a la barra en busca de una taza de café solo. Paula le sirvió la taza automáticamente y la colocó frente a él.


 –No te ofendas, Juan, pero ni siquiera Dios es tan testarudo como la señorita Joan –le dijo Rodrigo al marido de la dueña–. No es vergonzoso retirarse, si es frente a la señorita Joan –le garantizó–. Todos lo hemos hecho.


 –Sí, pero ustedes no están casados con ella –señaló Juan.


 –Y tú sí lo estás, lo cual demuestra lo decidido que eres. Puedes quedarte aquí, discutiendo con ella, pero perderemos el tiempo porque no va a ceder y, si no cedes tú, no habrá árbol en la plaza del pueblo hasta Semana Santa –predijo Paula–. Hazlo por el pueblo, Juan. Necesitamos que te quedes aquí.


 –No le digas a mi marido lo que tiene que hacer –declaró la señorita Joan con los puños apretados a la altura de la cintura–. Puedes venir, Juan. Pero quédate en la camioneta. Hay nieve en la montaña y no quiero que te caigas y te rompas algo de lo que me haya encariñado –le dijo a su marido con una sonrisa sorprendentemente sexy.

 

–Lo que tú digas, cariño –convino Juan. Era evidente que, cuando le miraba así, él dejaba de tener ganas de discutir.

 

–De acuerdo, todo listo –anunció la señorita Joan aliviada. Se volvió hacia Pedro y hacia dos de los hombres que habían aparecido–. Que uno de ustedes vaya a sacar a Federico de la cama y le diga que necesitamos cadenas para los neumáticos. Y, si no tiene, será mejor que encuentre la manera de conseguirlas… Deprisa.

 

–Yo me encargo –se ofreció Cristian.

 

–Bien –le dijo la señorita Joan a su hijastro, y un segundo después ya había pasado al siguiente detalle de su lista. 


Los demás escucharon atentamente. Todos sabían que sería mejor no interrumpir a la señorita Joan cuando empezaba a hablar. 

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