viernes, 18 de noviembre de 2022

Yo Estaba Aquí: Capítulo 36

  –Por favor. Por favor. Te entregaré a mi primer hijo.

 

–Por muy tentador que suene, no puedo. La señorita Joan quiere que vaya con ella –y esa era la razón principal por la que no iba a quedarse y a hacer el turno de Nadia. Porque, cuando la señorita Joan te decía que fueras, eso era lo que tenías que hacer, aunque hubiera obstáculos en tu camino.

 

–La señorita Joan quiere a una camarera que esté consciente –señaló Nadia. Sujetando la taza con ambas manos, se la bebió de un trago y después esperó a que la cafeína hiciera su efecto. No lo hizo. La impaciencia se juntó con el nerviosismo–. Tienes que hacer mi turno, Paula. Si no duermo un poco, me voy a morir –se lamentó.

 

–Error. Si intentas pasarle tu turno a otra persona, entonces sí que vas a morir –dijo la señorita Joan al entrar en la cafetería. Como tenía por costumbre, había captado la conversación que más le interesaba. Miró entonces a Paula con sus ojos de color avellana–. Ya estamos listos. Puedes salir.

 

Paula tenía muchas ganas de ir, pero tenía a alguien en apuros justo delante. ¿Cómo iba a pasárselo bien sabiendo que había abandonado a Nadia en aquellas condiciones?

 

–Pero es que Nadia no se encuentra bien –explicó, resignándose a ocupar el lugar de la otra camarera–. Necesita irse a casa.


 –Nadia tiene resaca –declaró la señorita Joan–. Lo que necesita es ponerse firme para poder hacer su turno y el tuyo –se detuvo un instante para agarrarle la barbilla a la otra camarera y examinar su rostro con atención antes de soltarla–. Sobrevivirás –le dijo a Laurie–. Nadie se muere de resaca. Solo te entran ganas de morir. Ahora sal ahí fuera –le ordenó a Paula–. Nos vamos en cinco minutos.

 

Paula sabía que la señorita Joan era fiel a su palabra y, si no estaba fuera en cinco minutos, se irían sin ella. No quería que eso pasara.  Tomó una decisión, se quitó el delantal y agarró la chaqueta, que había dejado colgada en el respaldo de una silla vacía. Los sábados eran días informales y la señorita Joan permitía a sus camareras llevar vaqueros, lo cual era una suerte para ella, pensó mientras se ponía la chaqueta y seguía a su jefa hacia la calle.


 –¿Ha estado alguna vez en el ejército, señorita Joan? –le preguntó mientras aceleraba el paso. Oyó a lo lejos al marido de la señorita Joan riéndose por la pregunta.


 –En una ocasión intenté alistarme, cuando era mucho más joven – admitió ella–, pero me dijeron que era demasiado dura para ellos.


 Paula apenas podía creerlo.

 

–¡Buena suerte! –oyó que Gabriel gritaba tras ella. Paula se dió la vuelta para despedirse de él antes de salir por la puerta.

 

No pudo evitar preguntarse si el ayudante del sheriff realmente pensaría que iba a necesitar suerte o si lo habría dicho de manera automática. Segundos más tarde, se olvidó por completo de Gabriel y del posible significado de sus palabras. Vió a Pedro de pie junto a la cabina del camión, con la puerta del copiloto abierta.

 

–Tú vas con Pedro –le dijo la señorita Joan con el tono que empleaba cuando no estaba dispuesta a tolerar discusiones–. Le he dicho que conduzca el camión. El resto ya tienen sus puestos asignados –les informó a los otros siete hombres que había reclutado para la misión de conseguir el árbol de Navidad–. Muy bien, caballeros, y Paula, vámonos –ordenó, se colocó al volante de su coche y esperó a que su hijastro se montara a su lado.


 Como ya había avisado, los vehículos partieron hacia la montaña en menos de cinco minutos.  A ninguno se le habría ocurrido hacer esperar a la señorita Joan. 

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