viernes, 11 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 18

Fue entonces cuando una ráfaga de algo azul delante del cuadro más grande atrajo su atención, seguido de una exagerada carcajada de mujer. A Paula se le encogió el corazón. De repente, supo por qué Pedro Alfonso quería salir por la puerta de atrás sin llamar la atención. Se trataba de Ana Zolezzi. Ana, en ese momento, se tropezó con una pieza expuesta en la galería de un escultor muy famoso. Fue una suerte que el dueño de la galería estuviera allí para sujetar la pieza y evitar un desastre. Y eso la noche de la inauguración de la exposición. Lo peor era que Ana le veía la gracia al percance. Agitaba las manos y cada vez que daba un paso se tropezaba; evidentemente, no se tenía en pie. ¡Pobre Ana! Las pastillas para el resfriado no eran buenas compañeras del alcohol. Iba a caerse en cualquier momento y a hacer el más absoluto ridículo, justo lo que menos necesitaba. Sí. La salida de incendios. Paula se quitó el delantal en un segundo y lo metió en la caja.


–Ana –dijo Paula sonriendo mientras se acercaba a la madre de Pedro, altamente intoxicada, que se agarraba al escandalizado propietario de la galería.


Ana se volvió hacia ella con demasiada rapidez y se tambaleó, pero Paula, rápidamente, la agarró por el brazo y, además de evitar la caída, consiguió que nadie notara nada.


–Ana, no sabes cómo lo siento, solo me quedan tres trozos de esa tarta de limón que tanto te gusta –entonces, le guiñó un ojo y le dió un pequeño abrazo como si fueran las mejores amigas del mundo–. Los tengo guardados en la cocina, para tí. ¿Vienes?


Con una última carcajada dedicada al aliviado dueño de la galería, Ana se agarró a ella y se puso a charlar animadamente sobre lo mucho que le gustaba Londres. Y la tarta de limón. Y elm champán. Paula consiguió que no se cayera mientras caminaban despacio. Por fin, con un puntapié, abrió las puertas de la cocina. Después de sentarla en un taburete, respiró hondo y se frotó el brazo, que se le había quedado dormido de sujetar a Ana. Solo cinco minutos y saldrían de allí. Cerró los ojos al oír las pisadas de un hombre subiendo las escaleras de dos en dos. Pedro entró en la cocina como un huracán. Su mirada acusadora.


–¿Qué significa eso? –preguntó él alzando la barbilla.


–Ana necesitaba un descanso y un poco de tarta de limón. Yo me he encargado de que no le faltara ninguna de las dos cosas. ¿Algún problema?


El Pedro de tres años atrás había mostrado una obscena confianza en sí mismo. Dueño del universo. Seguro de que todo el mundo admiraría su talento. Y ese hombre volvía a estar presente ahí, en esa cocina.


–De ahora en adelante me encargo yo de ella. Mi madre está bien, no le pasa nada.


Mientras asentía, Paula fue incapaz de apartar los ojos de él. Y cuanto más lo miraba más se daba cuenta de algo que le sorprendió inmensamente. Pedro parecía controlar la situación, pero en esos ojos azules vió angustia y preocupación. Algo le preocupaba. Algo de lo que ella no sabía nada.

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