viernes, 18 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 31

Fue Mónica quien acudió al rescate. Su amiga bajó corriendo las escaleras que daban a su dormitorio y al estudio en el tercer piso y, al instante, sonrió.


–¡Vaya, hola! Tú eres Pedro, seguro. Tu madre me ha estado hablando de tí. Yo soy Mónica.


Con una carcajada, se volvió a Paula.


–Ana quería desayunar en el estudio con Diego. Lo están pasando de maravilla y yo he decidido dejarles tranquilos.


Se oyó un profundo suspiro.


–¿Diego?


–Mi amigo Diego Walker –dijo Paula–. Debiste verle anoche. Es el fotógrafo que ha hecho el catálogo de tu madre. Alto, delgado, unos cuarenta años. Y le encanta la obra de tu madre.


De repente, una sombra cubrió el rostro de un Pedro repentinamente tenso.


–En ese caso, será mejor que vaya a ver a mi madre ahora mismo –dijo él–. ¿Así que tienes un estudio aquí, en una pastelería?


–Sígueme… No, ve tu primero. Cruza esa puerta, sube las escaleras y, cuando llegues arriba, tuerce a la izquierda y sigue subiendo hasta el tercer piso. No tiene pérdida.


Pedro subió los escalones de dos en dos; después, aminoró la marcha, consciente de que Paula estaba a su lado. Su madre estaba sola con un hombre que él no conocía ni tampoco le sonaba su nombre. Eso significaba problemas. Muchos problemas. Sobre todo, cuando se detuvieron delante de lo que parecía la puerta de un dormitorio. Paula se le adelantó y, suavemente, giró el picaporte de cobre de la puerta. La abrió suavemente y se introdujo en la estancia. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco. La luz entraba por una sencillas ventanas e iluminaban un cuadro que colgaba de lo que debía haber sido antiguamente la campana de la chimenea. Clavó los ojos en un retrato al óleo tamaño natural de Paula Chaves que le resultó impactante. Estaba tan sorprendido que tardó unos segundos en darse cuenta de que ella se había adentrado en la estancia y estaba charlando con un hombre maduro, alto y delgado junto a una mesa larga cubierta con un inmaculado mantel blanco. El hombre le resultaba vagamente familiar. Le costó trabajo asimilar lo que veía. Era lo opuesto a lo que había imaginado que vería. En vez de la caótica mezcla de ruidos, olor a pasteles y algarabía en la que se había visto sumergido a cruzar la puerta del café, el tercer piso era un remanso de luz, paz y tranquilidad. Era otro mundo. Un oasis. Y precioso. El estudio era abuhardillado, con la mitad del techo de paneles de cristal. La pared que daba a la calle tenía una puerta doble de cristales que daba a una terraza. Afuera, en una silla de la pequeña terraza, estaba su madre con una taza de café en la mano. Ana llevaba un kimono de seda y, a su lado, había un plato lleno de pasteles. Al lado, una caja abierta de pañuelos de celulosa.


–¡Cariño, estás aquí! Hace un día precioso. Vamos, sal a la terraza y mira la vista. Es maravillosa.

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