miércoles, 23 de junio de 2021

El Sabor Del Amor: Capítulo 43

 –¿Qué hizo tu padre? Debía estar muy preocupado por tí.


–Mi padre hacía lo que podía, pero él también estaba destrozado, igual que Sebastián. Y yo completamente descontrolado y cayendo en picado.


–¿Cómo rehiciste tu vida y acabaste estudiando cocina?


–Malamente. Un día me desperté en la cama de una chica de la que ni siquiera sabía su nombre, o no me acordaba, y tenía veinte mensajes en el móvil, todos ellos pidiéndome que fuera a casa lo antes posible porque mi madre estaba metida en un lío en Tailandia, un lío serio. Tres horas más tarde yo estaba en un avión de camino a Bangkok.


Pedro lanzó un suspiro y prosiguió:


–Me habían dicho que había sufrido un ataque de nervios, pero lo que me encontré en el departamento psiquiátrico de un hospital de Bangkok fue un auténtico deshecho humano. Su último amante le había robado todo lo que tenía y la había dejado sin un céntimo y sola en aquel lugar. No era la primera vez que ocurría algo así, pero sí la peor. Sin embargo, tuvo suerte en cierto modo: Uno de sus compañeros en la colonia de artistas en la que se encontraba estaba preocupado y, con unos cuantos más, iniciaron su búsqueda. La encontraron al día siguiente en una playa, llorando y asustada hasta el punto de no permitir que nadie se le acercara. Fue uno de los peores días de mi vida.


–Oh, Pedro, cuánto lo siento. Por los dos.


–Hice un trato con ella: Le prometí que si venía conmigo a Londres y se sometía a tratamiento, yo me encargaría de ella. Estudiaría y, cuando hubiera acabado los estudios, dirigiría las cocinas de los hoteles. Y eso fue lo que hice. Canalicé la cólera y la angustia que sentía por la muerte de María concentrándome en el trabajo.


Los trozos de hoja de arbusto revolotearon.


–Por eso no me sorprende que asustara a la gente. Estaba tan desesperado por demostrar que podía llegar a hacer algo digno que no permitía que nada ni nadie se interpusiera en mi camino.


–¿Accedió tu madre a lo que le propusiste?


–Mi madre ingresó en la mejor clínica de rehabilitación y, tal y como yo suponía, pasó allí mucho tiempo. Mi padre iba a verla siempre que podía y Sebastián, cuando los médicos dijeron que estaba lo suficientemente estable para recibir visitas, también fue a verla. Pero, aparte de mi hermano y mi padre, éramos mi madre y yo. Aunque yo creía, inocente de mí, que después de un tiempo mi madre iba a curarse milagrosamente.


Pedro se encogió de hombros.


–No tenía ni idea de lo que son las enfermedades mentales. Desde entonces, todo ha cambiado. Aunque mi madre puede pasar un año e incluso un año y medio sin una crisis, luego va, se enamora del primero que aparece y todo es maravilloso para después caer hasta tocar fondo otra vez. Y soy yo quien la ayuda a superar el bache.


Paula vaciló antes de responder con una pregunta:


–¿Era eso lo que te preocupaba la otra noche en la galería? ¿Tenías miedo de que tanta excitación le afectara y sufriera otra crisis?


–No. Lo que me preocupaba era el efecto de esa mezcla de champán y pastillas para el resfriado, que se pusiera en evidencia delante de los fotógrafos. A la prensa no le interesan las buenas noticias, sino los escándalos.


Paula le agarró la mano.


–Ana tiene mucha suerte de tener un hijo como tú.


–¿Tú crees? No siempre he estado a su lado cuando me necesitaba, Paula. La sustituí por María justo cuando ella más necesitaba a su hijo y todavía me siento culpable de ello.


–Pero mantuviste tu promesa. Y eso, en mi opinión, significa mucho.


Unas lágrimas asomaron a sus ojos y entrelazó los dedos con los de él. Pedro volvió la cabeza y se la quedó mirando, a la espera de que continuara.

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