lunes, 29 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 47

—Jefe, tienes la oportunidad de no acabar así —dijo lentamente Alberto—. Solo y jugando a las cartas por la noche.

—¡Nos gusta jugar a las cartas! —les recordó Pedro con cierta desesperación.

Miró los rostros resueltos y arrugados de los hombres que habían sido sus amigos y familia desde que podía recordar. Parecían satisfechos, pero las palabras de Alberto eran como un eco horripilante de lo que él había pensado últimamente.

—Podrías tener una esposa —dijo Gabriel—. Me gusta la idea de que haya unos vaqueritos corriendo por aquí.

—No consigues una esposa como si se pidiera por correo —soltó Pedro. Ni siquiera quería pensar en cómo se hacían esos vaqueritos—. Es mucho más complicado.

Los tres empleados seguían inamovibles como rocas, como si pensaran que iba a explicarles las complicaciones.

—¿Podríamos hablar de esto por la mañana? Por favor —dijo Pedro—, estoy machacado.

—Claro —dijo Javier.

Fue como si hubiera dado una señal. Los tres hombres rodearon a Pedro; eran extraordinariamente fuertes y él no esperaba lo que vino después. Alberto y Gabriel agarraron una pierna cada uno mientras Javier le rodeaba el pecho con los brazos. Luego lo arrojaron fuera. Pedro cayó contra el duro suelo y la bolsa de lona le cayó junto a la cabeza. La puerta se cerró y él escuchó el pestillo al cerrarse y las risotadas de los hombres al otro lado de la puerta. Se quedó tumbado un rato mientras contemplaba el rumbo espantoso que había tomado su vida. El frío le obligó a moverse. Se levantó lentamente, se sacudió la ropa y miró la puerta con ira. Sintió un escalofrío. Desde luego, no iba a suplicarles nada a esos viejos necios y casamenteros. Se echó la bolsa al hombro y se dirigió hacia la casa. Con un poco de suerte, ella habría dejado de llorar y estaría en la cama. Él podría entrar sigilosamente en su habitación sin que ella se enterara.

La casa estaba completamente a oscuras. Fue a abrir la puerta de atrás, pero el picaporte no giró. Tardó un momento en asimilarlo. ¡Había cerrado la puerta con llave! Paula Chaves le había cerrado la puerta de su casa. ¿Acaso sabía que iba a volver? Todavía notaba el escozor en la mejilla. No podía creer que hubiera cerrado la puerta intencionadamente. No, lo que pasaba era que una chica de ciudad como ella estaba acostumbrada a cerrar las puertas con llave. Sería algo que hacía sin pensarlo, como lavarse los dientes.

Miró la puerta con el ceño fruncido. Intentaba recordar si alguna vez había estado cerrada con llave. Estaba seguro de que no. Él ni siquiera sabía que tuviera una llave. Oyó un ruido y miró por la ventana de la cocina con ciertas esperanzas. Le resultaría algo violento que fuera Paula, pero estaba a punto de congelarse y tendría que tragarse el orgullo. No era ella. Era el maldito perro que tenía la nariz pegada al cristal de la ventana. Para que pudiera hacerlo, tenía que estar subido a la encimera. Seguramente estaría comiéndose el pan de molde que había allí, con plástico y todo. La cruda realidad era que el perro estaba dentro de la casa y él fuera. Sus fieles empleados lo habían expulsado de su propiedad mostrándole el mismo respeto que tendría un camarero con un borracho.

Pedro empezaba a notar que la ira se apoderaba de él por las injusticias de la vida y pensó en tirar la puerta de una patada, pero habría asustado a Paula y habría tenido que consolarla y habrían vuelto a la situación en la que ella le había dado una bofetada. Ella necesitaba cosas que él no podía darle. Recordó que tenía dos chaquetas gruesas en el pajar. Se volvió a colgar la bolsa de lona al hombro con un suspiro y se dirigió allí. Comprobó cómo estaba el ternero. Estaba fuerte y sano con su madre muy satisfecha a su lado. Las chaquetas estaban en el pajar, donde las había dejado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario