miércoles, 24 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 38

Había momentos en los que un hombre tenía que dejar a un lado su propio instinto de supervivencia. Había momentos en los que tenía que hacer lo correcto aunque tuviera que pagar un precio elevado. Él se inclinó hacia ella y ella se inclinó hacia él. Él tomó el labio inferior de ella entre los dientes y lo mordisqueó con delicadeza. Ella se derritió. No tenía nada de hielo, como ya sabía él, sino fuego. Ella se derritió contra él y las suaves curvas de sus pechos se fundieron contra el duro pecho de él. A pesar de la gruesa chaqueta, él podía notar los pezones de ella endurecerse y la respiración entrecortarse. Él le separó los labios con la lengua y la introdujo en su boca para notar la pasión de ella. Ella le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia sí con fuerza.

A Pedro se le ocurrió, en medio del vértigo, que no había pensado en el final de esa situación. Era Paula, la amiga de su hermana pequeña. ¿Qué demonios iba a hacer? ¿Tumbarla sobre la paja y llevarla al lugar donde los dos ansiaban tanto llegar? No.  A Paula no. Ella podría decir que eso era lo que quería, ella podría convencerse de que era lo que quería, incluso ella podría creerlo. Pero él sabía algo de ella que ella no sabía. Como no era frígida, no podría resistir las agitadas aguas de un idilio. Ya, ella se creía mundana y sofisticada. Pero sus labios decían otra cosa. No era frígida en absoluto, pero era una chica anticuada con una coraza puesta al día. Se merecía un hombre para siempre. Él había perdido la fe en las relaciones para siempre hacía mucho tiempo.

Cuando enterró a su madre, esa fe se quebró y cuando le tocó el turno a su padre se desmoronó. El criar a Luciana le había hecho ver el dolor y el miedo que van aparejados al amor; la pérdida de control absoluta sobre las cosas que él quería controlar más. No era casualidad que estuviera solo en el rancho. Había decidido hacía mucho tiempo que no amaría a nadie nunca en su vida. Tenía abundante fuerza física. Tenía fuerza mental por toneladas. Pero no tenía la fe necesaria para arrojarse a los pies del destino y suplicar clemencia. La separó de sus brazos y se sintió helado a pesar del calor que tenía dentro de la chaqueta, como si se apartara de la única fuente de calor en medio de una tormenta de nieve.

—Perdona —dijo él.

—¿Perdona? —repitió ella.

Antes de separarse, él le acarició la mejilla y se deleitó con la delicadeza de la piel.

—Eres fuego —le dijo él con cierta rabia—, no hielo.

Se levantó y se alejó antes de que la calidez de ella le hiciera salir de la gelidez en la que había vivido tanto tiempo.

—¿Cuál es la próxima fotografía? —preguntó él con un gruñido sin atreverse a mirarla para ver las lágrimas que él sabía que le brillaban como diamantes.

Qué tonto había sido al pensar que era la clase de hombre que podía reparar algo tan delicado y complicado como el corazón de una mujer.

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