viernes, 5 de junio de 2020

El Soldado: Epílogo

Pedro estaba tumbado de espaldas, mirando las estrellas en un cielo de color índigo y escuchando el canto de un pájaro nocturno a la otra orilla del lago, el sonido más hermoso que ningún otro. Un caballo piafó cerca de ellos, otro golpeó el suelo con los cascos. Y luego, el sonido de la guitarra de Diego.

–Deberíamos volver con ellos –dijo Paula–. Está empezando el fuego de campamento.

Él giró la cabeza y vió las chispas de la hoguera levantándose hacia el cielo.

–Iremos enseguida –respondió.

–Es un buen grupo –dijo Paula–. Tal vez el mejor.

Él rió.

–Dijiste lo mismo el año pasado.

Habían sido invitados durante tres años consecutivos a una de las excursiones que Warrior Down organizaba en el rancho Mountain Retreat para las familias de los militares heridos o caídos en acción y Diego McKenzie era el líder durante esas aventuras. Y, sorprendentemente, Sabrina cantaba en los fuegos de campamento.

–Tal vez me parece perfecto porque es la primera vez que Sabrina está lo bastante bien como para venir –dijo Paula.

No, perfecto sería cuando Sabrina ya no estuviese enferma, pensó él. Sería perfecto cuando ya no hubiese guerras, ni familias necesitadas en el mundo. Pero no lo dijo. En lugar de eso, se dedicó a contemplar el milagro a su alrededor.

Una vez había sido un hombre que no creía en milagros, pero frente a toda aquella evidencia... Sabrina la primera. Los médicos no tenían muchas esperanzas para ella cuando empezó el tratamiento y habían estado a punto de perderla varias veces. Pedro y Paula habían estado a su lado, con Tomás, una familia de corazón aunque no lo fuesen en realidad. Cuando su madre estaba enferma, el niño vivía con ellos, pero Sabrina no se había rendido y, al verla luchar, Pedro había tenido que reconocer lo valiente que era.

Después de esos años tan duros había nacido la auténtica Sabrina. No una mujer dura y cínica, sino sensible y dulce, una mujer nueva. Diego se había enamorado de ella, pero durante un tiempo Sabrina no quiso saber nada. No porque su salud no ofreciera garantías, sino porque estaba convencida de que un buen hombre pronto se cansaría de ella. Sus extraordinarios esfuerzos para librarse de Diego le recordaban a Paula y él al principio de su relación... Como él, Sabrina no había creído que mereciese amor. Como Paula, Diego se había negado a dejar que lo creyera. De modo que Diego y Sabrina se habían casado el año anterior en una sencilla ceremonia, con unos pocos invitados y un montón de caballos. Tomás se acercó en la oscuridad, suspirando de alivio al encontrarlos. Tenía doce años y estaba dando el estirón típico de su edad. No era un chico normal de doce años y Pedro sabía que no lo sería nunca, como no lo había sido él. Era un niño serio, siempre preocupado, siempre pendiente de su madre, con la tenacidad y la devoción de un pit bull. Tomás se sentó a su lado en la hierba.

–¿Estás bien, tía?

«Tía».

Paula había querido que su hermano viviera a través de Tomás y, curiosamente, así era. Aunque el chico no tenía relación de parentesco con Gonzalo, su amigo había seguido viviendo de algún modo. En Paula, en Tomás, en él. En cada persona que había tocado. Gracias a un encuentro sin importancia con Sabrina años atrás, Gonzalo seguía viviendo. ¿Quién podía mirar todo aquello, las estrellas en el cielo, el grupo de gente unido por el destino, la nueva Sabrina, y no creer que existían los milagros?

–Estoy bien, Tomás.

Por el rabillo del ojo, Pedro vió que ella apretaba la mano del chico.

–¿Y si el bebé naciera esta noche? –insistió.

–El tío Pedro tiene un teléfono por satélite y, si tuviera contracciones, llegaría un helicóptero enseguida.

Pedro podía ver la tensión en los delgados hombros del chico.

–¿Recuerdas hace mucho tiempo, cuando me preguntaste cuál sería mi día perfecto? –le preguntó Tomás entonces.

–Sí, claro.

–¿Quién hubiera podido imaginar que fuera aún mejor de lo que yo había pensado?

Pedro sonrió para sí mismo. Era cierto que esos días en la montaña eran una delicia. Y las noches, tan intensamente sanadoras para su alma. ¿Pero perfectas? El día perfecto para él era estar con Paula y, aunque disfrutaba haciendo otras cosas, no necesitaba nada más. Perfecto era levantar la mirada del periódico y verla en el sillón, leyendo un libro. Perfecto era cuando la sentía respirar a su lado, en la cama. Perfecto era el momento, casi tres años antes, cuando ella lo miró a los ojos diciendo:

–Sí, quiero.

Perfecta era la mujer que se había convertido en su esposa. Y el hijo que esperaban no completaba el círculo, sino que lo ampliaba. Había hecho realidad ese secreto anhelo que siempre había tenido de formar parte de algo, de encontrar un propósito más importante que sí mismo. Una vez, había servido a su país. En aquel momento servía al amor.  El grupo seguía cantando. Al principio eran canciones alegres, pero cuando aparecían las estrellas se volvían melancólicas, más suaves. La voz de Sabrina destacaba por encima de las demás, pura, perfecta e increíblemente angelical. Pedro volvió la cabeza para mirar el precioso perfil de Paula. Como había imaginado estaba llorando, las lágrimas rodando por sus mejillas. Y lo entendía perfectamente. Lo entendía desde que le habló del final de su pesadilla, de esa que no había vuelto nunca más. Aquel era el legado de Gonzalo. Lo que había deseado más que nada en el mundo se había hecho realidad. Gonzalo había pedido que su legado fuese el amor y no la guerra y, contra todo pronóstico, lo había conseguido. Se le ocurrió algo entonces y, emocionado, apretó la mano de Paula con fuerza. Así era como todos los seres humanos seguían viviendo mucho después de que su luz se hubiera extinguido, mucho después de haber exhalado el último aliento. Gracias al amor.




FIN

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