miércoles, 3 de junio de 2020

El Soldado: Capítulo 60

Pero entonces, como para negar todo lo que decía ese beso, Pedro se había apartado.

–Buenas noches, Pauli.

Y ella se había quedado inmóvil, sabiendo que no todo estaba tan claro entre ellos. Era una pareja debido a las circunstancias, sin una decisión consciente. Y temía que, si pidiera una decisión consciente, si hacía algo que turbase el equilibrio de su relación, terminaría como había empezado. Tenía que decirle a Pedro que lo amaba. No era lo más sensato, no era lo más cauto. Cuando lo miró lanzándose montaña abajo en su bicicleta, el pelo movido por el viento, sintió que se quedaba sin oxígeno. No por el esfuerzo de montar en bicicleta, sino porque reconocía lo que había en su corazón. Lo con todas sus fuerzas, como nunca había amado a nadie. Amaba su risa, su carácter, su camaradería con Tomás. Y sabía que debía encontrar valor para contarle la verdad. Lo haría pronto, cuando encontrase el momento perfecto. En los últimos días se había convertido en la chica que siempre había querido ser, la chica que llevaba la fotografía de un Ferrari rojo en el monedero desde siempre sin saber por qué. Pero ya lo sabía. Ese coche representaba sus contradicciones. Le encantaba su casa, su familia, le encantaban los juegos de mesa y hacer melocotones en conserva. Pero con Pedro se estaba convirtiendo en algo más. Abrazaba otra faceta de sí misma que siempre había mantenido reprimida y estaba convirtiéndose en otra mujer. La mujer dispuesta a llevar la iniciativa, la más decidida, la mujer que adoraba la aventura. Una mujer lo bastante valiente como para decir sí a la mayor aventura de todas: enamorarse profundamente de otra persona. Aunque eso significase tener que pagar un precio. Aunque eso significase sufrir. Para decirle a  que lo amaba iba a necesitar valor, pero se sentía preparada. ¿No era eso lo que hacía el amor? Te hacía mejor persona, más fuerte, mejor de lo que uno había imaginado nunca. ¿Sentiría Pedro lo mismo?, se preguntó. Pensar eso la hacía temblar de ansiedad, pero no se dejaría vencer por el miedo. No lo haría. Sería la chica que había soñado conducir un Ferrari. De modo que quitó la mano del freno de la bicicleta y se lanzó montaña abajo como habían hecho Pedro y Tomás, sin miedo a lo que pudiera pasar.



Pedro miraba el sobre que tenía en la mano mientras Paula y Tomás dormían en sus habitaciones. Era la última noche que estarían juntos, la pequeña familia con la que había sido tan inesperadamente feliz. Sabrina recibiría el alta del hospital esa mañana y las cosas volverían a la normalidad. Pero ¿cómo iba a soportar aquel apartamento cuando Paula y Tomás se hubieran ido? Sería como si se hubiera apagado la luz. Incluso en aquel momento, mirando alrededor, se dio cuenta de que aquel sitio se había convertido en un hogar por primera vez. Había un par de toallas de playa tiradas sobre el sofá, un coche por control remoto bajo la mesa de café, un par de diminutas zapatillas de deporte al lado de la puerta, un cuenco con patatas fritas sobre la encimera de la cocina... Había un regalo torpemente envuelto sobre la mesa, una blusa que Tomás había elegido como regalo para su madre. Era como si una familia viviera allí. Y durante la última semana, ¿no habían sido una familia? Era lo que Pedro había querido durante toda su vida y lo que había evitado al mismo tiempo. Sabía que no debería haber bajado la guardia. No debería haberse dejado llevar tan completamente, pero eso era lo que hacía el amor, embotaba el buen juicio de un hombre como el vino. Al recordar esa semana, se le ocurrió que mucho más que el vino.

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