viernes, 12 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 12

Él estaba agachado delante de ella, pero nada la había preparado para sentir la mano de él sobre la rodilla. Una rodilla que no estaba cubierta por el nylon. Él la miró. Ella suspiró. Era un presagio. Llevaba cinco minutos con él y el desastre ya había hecho acto de presencia. Daba igual que él estuviera exactamente donde ella quería que estuviera: con la rodilla hincada en el suelo. El motivo era muy distinto. Le miraba la rodilla con la misma expresión que pondría ante una vaca herida. Objetiva. Competente.

—Estoy bien —dijo lacónicamente ella—. Es un arañazo.

—El problema con las heridas —dijo él mientras se levantaba y daba un tirón de la correa del perro para demostrarle que seguía allí—es que hay mucho ganado por aquí y el suelo puede estar lleno de todo tipo de cosas. Tendré que desinfectarla.

No podía ser. Ella no había planeado que las cosas fueran así.

—Estoy bien —repitió ella.

—Hágame caso.

Abrió la puerta del coche y agarró la bolsa de viaje y la enorme bolsa con el material fotográfico.

—Puedo llevarlas —dijo ella.

Él se alejó con facilidad.

—Yo las llevaré.

Lo dijo con una firmeza que la irritó. ¿Cómo era posible que Luciana hubiera salido tan independiente al lado de tanta arrogancia masculina pasada de moda? Quizá Luciana se hubiera rebelado ante tanta arrogancia. Su novio parecía lo opuesto a Pedro. Era liberal, artístico, amable y tenía el pelo largo. Él se encaminó hacia la casa sujetando con fuerza la correa del perro. El paseo le ofreció a Paula la desafortunada oportunidad de verlo de espaldas. Una espalda ancha con cierta rigidez en los hombros producto del enfado, pero un trasero impresionante enfundado en los vaqueros desteñidos y unas piernas largas, esbeltas y fuertes. Cuando llegaron a la puerta trasera, ella estaba sin aliento y no era debido a la poderosa zancada de Pedro. El perro caminaba junto a él y de vez en cuando levantaba la cabeza para mirarlo como si buscara su aceptación.

—Iba a instalarle en el barracón —dijo él mientras abría la puerta y se apartaba—, pero comprendo que no sería una buena idea. Cringle dijo que estaría una semana. ¿Diría que es un cálculo acertado?

—No me importa ir al barracón. Una semana como máximo. Si todo sale bien.

¿Por qué le habría entrado esa duda? Todo le salía bien cuando se trataba de hacer fotos. Tenía experiencia en hacer fotos muy buenas en todo tipo de condiciones.

—Estoy seguro de que a los muchachos tampoco les importaría compartir el barracón con usted, pero puede quedarse en el dormitorio de mi hermana pequeña.

Lo dijo con la autoridad de quien no espera réplica. Ella estuvo tentada de insistir en el barracón. Podía decirle que ya había lidiado bastante con otros muchachos. Que en las zonas de guerra se aprenden muchas cosas. Pero no lo hizo al notar cierta debilidad en su coraza cuando mencionó a su hermana pequeña. Esa era la parte de él que quería captar con la cámara. El lado íntimo. Tendría más oportunidades de conseguirlo si se alojaba bajo el mismo techo que él. Ató al perro al picaporte de la puerta y la siguió dentro de la casa.

—Ahí está el cuarto de baño —dijo él mientras dejaba caer la bolsa—. Traeré el botiquín.

Ella le dió las gracias cuando en realidad quería haberlo mandado al infierno. Agarró la bolsa, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Se quitó las medias y se miró la rodilla. Había sido corresponsal de guerra durante dos años sin haber tenido un solo arañazo.

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