viernes, 12 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 13

Se miró en el espejo. El traje estaba destrozado. Se lo quitó y abrió la bolsa. La primera impresión ya estaba dada. Esperaba que los primeros treinta segundos fueran más importantes que el resto, pero lo dudaba. Se puso unos vaqueros y una camiseta. Si quería recuperar su poder, desde luego no iba a peinarse y a maquillarse otra vez por él. Se lavó la cara antes de salir del cuarto de baño. Él estaba en la cocina revolviendo en una caja blanca con una cruz roja. Ni siquiera la miró. La cocina seguía igual que siempre. Era una habitación normal y corriente que cumplía su función. Sin embargo, también albergaba recuerdos. Cuando Luciana y ella lo dejaron todo hecho un asco al hacer masa de pizza y Pedro llegó del trabajo sucio, sudoroso y excitante hasta decir basta. Entonces, él rompió el hielo diciendo que olía de maravilla y que no podía esperar a probarlo. Recordaba cuando jugaba a las cartas con Luciana en la vieja mesa. Él intentó demostrar cansancio y se encogió de hombros, pero acabó sentándose con ellas después de que Luciana se lo suplicara y les enseñó a jugar al póquer. Más tarde, una vez vencida la resistencia, les enseñó otro juego de cartas. No recordaba ni las reglas ni la puntuación, pero recordaba que había que ponerse la carta en la frente sin verla para que los demás jugadores la vieran. Podía recordar las risas que llenaron la habitación y que borraron el cansancio del rostro de él. Su risa le hacía más joven y humano.

—¿Está bien?

Él la miraba atentamente.

—Sí —dijo ella—. Ya le he dicho que solo ha sido un arañazo.

Aunque ella sabía lo profundo que podía ser un arañazo. Él se lo había hecho en su corazón inexperto hacía cuatro años.

—Siéntese aquí, señorita Morales.

—Llámeme Paula.

—No creo que pueda.

Ella se sentó en la silla que le había acercado él.

—No puedo mirarla y llamarla Paula.

Él se arrodilló delante de ella sin ningún reparo y con el botiquín al lado. Le levantó la pernera de los vaqueros sin haberse dado cuenta, aparentemente, de que se había cambiado de ropa. Ella se sujetó a la silla como si estuviera en un avión a punto de despegar.

—Me parece bien, señor Alfonso. ¿Podrá llamarme señorita Morales?

Él se encogió de hombros y no le propuso que le llamara Pedro. Paula miró la cabeza de cabellos negros y sedosos y se preguntó si seguiría conservando algo de aquel muchacho risueño.

—No voy a hacerle daño —dijo él que se había dado cuenta de que ella tenía los nudillos blancos de aferrarse a la silla.

—Gracias. Lo sé.

Ni siquiera la había tocado todavía. Cuando llegó el contacto, fue tal y como ella había temido. Era firme y extremadamente competente. La piel de la palma de la mano le rozaba la parte inferior de la rodilla mientras le limpiaba el corte. Era como cuero, era la mano de un hombre que trabajaba al aire libre, que llevaba riendas, que conducía grandes camiones y arreglaba cercas.

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