lunes, 1 de junio de 2020

El Soldado: Capítulo 55

Pero después de la última vuelta seguía la última. No podía compensar el tiempo perdido y tal vez esa era otra lección de la vida. Sin embargo, mientras salía del kart al final del circuito, se sentía emocionada y feliz.

–¡Ha sido divertidísimo! –exclamó.

–Tomás y yo vamos a hacerlo otra vez. ¿Te apetece repetir?

Ella observó a los dos varones que la miraban, esperando, y sintió que se le hinchaba el corazón. Tenía que rendirse, como había hecho Pedro, que en aquel momento era el chico despreocupado y alegre que había sido ocho años antes. ¿O no lo había sido nunca? Cuando iba a casa con su hermano parecía despreocupado, pero no lo estaba, no del todo. Había algo reservado en él, cauteloso, aunque estuviese bromeando. Por supuesto, entonces ella no se había dado cuenta porque tenía catorce años y solo veía lo guapo que era. Y la verdad era que seguía siendo tan guapo como para sacudir su mundo. Paula miró a Tomás, que sonreía, feliz.

–¿Te apetece? –insistió Pedro.

A pesar de haber superado su natural precaución, Paula debía reconocer que, en secreto, se había alegrado de que el circuito terminase. Se alegraba de haber sobrevivido a esa aventura. ¡Y eso significaba que aún no había aprendido la lección!

–Por supuesto que sí –respondió.

Eligió el Ferrari de nuevo. ¿Cómo iba a resistirse? Y en esta ocasión se relajó un poquito más, se dejó llevar un poquito más. Y llegó la tercera en lugar de la última. Pero cuánto le gustaba mirarlos a ellos, Tomás y Pedro, fieramente competitivos, los dos entregándose al juego, los dos aprendiendo a jugar. Paula sabía que Pedro no había tenido nada así cuando era niño. De hecho, no había tenido infancia, como Tomás.

–Tengo hambre –dijo después, cuando por fin estaban agotados.

Paula había decidido no correr la tercera carrera, pero ellos habían probado todos los karts.

–¡Yo también! –anunció Tomás.

–¿Quieres comer perritos calientes hasta que te hartes?

–¡Sí! –exclamó el niño–. Pero antes tenemos que ir a ver a mi madre al hospital.

–Por supuesto que sí –dijo Pedro, pasándole un brazo por los hombros. Y Tomás no se apartó.


Sabrina estaba sentada en la cama cuando llegaron al hospital, maldiciendo a una enfermera y diciéndole que podría marcharse si quería hacerlo. Pero se quedó en silencio al ver al niño en la puerta. Miró primero a su hijo, luego a Pedro y luego a Paula. Y después de nuevo a Tomás. Y, de repente, en su rostro apareció la expresión más triste que Paula había visto nunca.

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