miércoles, 17 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 22

Como el viejo Alberto. Ya no podía hacer muchos esfuerzos y dedicaba toda su energía al viejo horno del barracón. Hacía distintos tipos de pan, galletas, pasteles o bollos para acompañar a las chuletas que preparaba todas las noches. Pedro siempre acudía a la sabiduría de Alberto cuando quería un consejo sensato y anticuado sobre asuntos de vacas. Al ver a la señorita Morales entre esos hombres, admitió la posibilidad de que hubiera estado en zonas de guerra.  Ni siquiera arrugó la nariz ante Gabriel y Javier y ganó tres veces seguidas a Alberto al ajedrez. Se los ganó al sacar un montón de fotos de sus espantosas caras y al bromear con ellos con una tranquilidad que no había mostrado con Pedro. Se dijo a sí mismo que no quería pensar en ella. No quería hacerlo. Solo quería que el perro se tomara un respiro para que él pudiera quedarse dormido. Se quitó la almohada de la cabeza, escuchó y respiró profundamente. El perro volvió a ladrar. Lanzó un juramento, se bajó de la cama y se puso los vaqueros. Mataría a Luciana la próxima vez que la viera. El perro. La mujer. El maldito calendario. Todo encajaba y todo era culpa de Luciana. Salió y se chocó con ella en medio de la oscuridad.  Se quedaron en el vestíbulo demasiado cerca el uno del otro. Se ordenó dar un paso atrás y quitarle la mano del brazo, pero no lo hizo.

—Oh —dijo ella en un susurro como si temiera despertar a alguien—. Iba a hacer algo con ese perro. Está volviéndome loca.

—Yo también —aunque el perro le había desaparecido de la cabeza repentinamente.

Lo que estaba volviéndole loco era el delicado aroma de ella y el brillo de los ojos. Notaba una piel suave bajo la yema de los dedos. La soltó a regañadientes y dio un paso atrás.

—¿Qué pensaba hacer?

—Meterlo en mi habitación. ¿Y usted?

Él pensó que no ganaría muchos puntos si le mencionaba la escopeta que tenía detrás de la puerta de la cocina.

—Iba a darle algunos huesos para que los royera.

Se quedaron en el vestíbulo sin moverse.

—Bueno, entonces, le dejo que se ocupe de él —dijo ella.

Ella llevaba una bata de seda muy corta. Él podía notar que los pechos le subían y bajaban. Tenía los labios carnosos y brillantes como si hubiera pasado la lengua por ellos. Sintió el disparatado deseo de besarla. Él se inclinó hacia ella como llevado por unas cuerdas invisibles. Ella se inclinó hacia él. Los labios se tocaron. Era como el paraíso y el infierno a la vez. El paraíso porque el sabor de los labios era dulce y seductor, como el olor a madreselva que tenía ella. Él sabía que si mordía la pequeña base de una flor de madreselva, su boca se llenaba con el sabor de la miel más dulce y que lo atormentaría haciéndolo desear más. Ese pequeño beso había conseguido lo mismo. Esa era la parte infernal. Ese beso tuvo una inocencia que a él le pareció insondable. Ella lo miraba con unos ojos inmensos. Él podía ver que temblaba. Ella se llevó un puño a la boca y lo mordió como si así fuera a dejar de temblar. El gesto lo dejó helado. Él la miró fijamente y volvió a tener esa sensación extraña, más fuerte que nunca. Alguien se había mordido el puño como lo había hecho ella. Cuando se secó el pozo. Cuando los terneros desaparecieron en dirección a High River.

—Paula —gruñó él—. Paula Chaves.

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