lunes, 15 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 16

Era la sensación que Pedro odiaba más. Detestaba estar fuera de control. Notaba que la ira le hacía hervir la sangre mientras corría detrás del perro. Del perro que había llevado ella. Una mujer, cuando debía haber sido un hombre. Pavoneo masculino. Como si él fuera un pavo que estuviera allí para que ella se divirtiera. Sería mejor que ella lo entendiera rápidamente. El Bar ZZ era de su  propiedad, eran sus dominios y él estaba decidido a no cambiar su forma de vida para adaptarla a ese estúpido calendario. Su hermana y el propio Cringle le habían prometido que nada le alteraría la vida. El maldito perro iba derecho hacia la vaca y el ternero. Pedro aceleró y alcanzó la puerta que iba dando tumbos tras la correa del perro. Se lanzó encima con la esperanza de que eso detuviera al animal. La señorita Morales gritó algo que él no pudo entender. Los noventa kilos sobre la puerta frenaron al perro, temporalmente. Pedro iba dando botes tumbado sobre la puerta como si fuera en una tabla de surf. Agarró el picaporte y desató la correa.

—¡Cuidado con la cara! —gritó ella y él comprendió que eso había sido lo que le había gritado anteriormente.

Él le lanzó una mirada despectiva antes de terminar de desatar la correa. Se bajó de la puerta, se puso de pie y tiró del perro, quien se dirigió hacia él con la lengua colgando y agitando el rabo de felicidad.

—Dame un beso y te corto el cuello —le avisó él.

—¿Cómo dice?

—No le hablaba a usted.

Se inclinó con la respiración entrecortada y oyó el disparo de la cámara. Se irguió y la miró fijamente.

Ella bajó la cámara y lo miró con satisfacción.

—Estaba preocupada por su cara —dijo ella—. Un ojo morado o una herida complicaría las cosas.

—Como si las cosas no fueran complicadas ya —replicó él con cierto tono de ofensa por sentirse tratado como una mercancía.

Por lo menos le había dado una solución. Si se ponía muy pesada, podía intentar domar ese caballo intratable y seguro que acababa con su indispensable rostro magullado. Naturalmente, lo haría de noche para evitar que la humillación quedara reflejada en los calendarios y a la vista de todo el mundo. Se dijo que solo era una semana. Doce fotos. Podía hacerlo. Lo había prometido. Aunque fuera en un momento de debilidad. Para ser justos, aunque no tuviera unas ganas especiales de serlo, no era culpa de ella que Luciana le hubiera endosado el perro. Tampoco era culpa suya si era hermosa. La había estado observando desde el granero mientras ella se bajaba del coche. Había observado cómo se colocaba bien el traje sedoso sobre las formas de su cuerpo; había observado cómo sacudía el pelo y se pasaba los dedos entre los rizos que parecían llamaradas por el brillo del sol. Él pensó que se había perdido y había salido del granero para indicarle la dirección correcta. Pero al mirar el reloj tuvo la espantosa sensación de que debía de ser la fotógrafa de Francisco Cringle. En lo primero que se fijó al acercarse no fue en la estatura.

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