miércoles, 3 de junio de 2020

El Soldado: Capítulo 58

–Eso es fácil de arreglar –dijo Pedro–. Pregúntale a Paula.

Al ver que se ponía colorada, Pedro se encontró deseando que volviera a ponerse el biquini. El control seguía alejándose de él.

–Es que no sé nadar –anunció Tomás entonces.

Pedro y Paula se miraron.

–Es muy sencillo –dijo él–. Nosotros podemos enseñarte.

Al contrario que Paula, podía sentir la presión del tiempo. En unos días sabrían la verdad. ¿Pero tendrían tiempo suficiente para hacer que Tomás disfrutase de su infancia? ¿Podrían darle algo que pudiese guardar como recuerdo cuando todo acabara en desastre? Pedro se preguntó si estaba engañándose a sí mismo. ¿Aquello era por el niño o por él? A la edad de Tomás había anhelado las cosas normales que tenían los demás niños: unas Navidades normales, una cena normal con toda la familia a la mesa. Irse a la cama por la noche y no escuchar las peleas de sus padres, los platos rotos, su madre llorando. No experimentar esa sensación de impotencia mientras veía a su madre bebiendo, no experimentar la sensación de que estaba fracasando cada día. Fracasando porque no podía protegerla del maltrato de su padre, de sus propios impulsos... de la vida, de la que parecía tan desilusionada.

Durante toda su vida, lo único que había querido era ser normal. Especialmente cuando conoció a Gonzalo y su familia. Le gustaba estar con él, pero siempre había rechazado las invitaciones para cenar en su casa, ir a la cabaña del lago, pasar la Navidad con ellos... nunca había aceptado experimentar aquella cosa llamada «hogar». Tal vez porque temía que, si conseguía aquello que más deseaba, lo destruiría. Lo haría débil en lugar de más fuerte, haría que perdiese su vida buscando algo que nunca podría tener. De modo que lo había rechazado, diciéndose a sí mismo que otros hombres necesitaban un hogar y una familia, pero él no.  Cada divorcio de sus amigos, cada carta en la que alguna novia rompía con algún chico de su batallón, Pedro lo tomaba como una prueba más de que él vivía con los pies en la tierra. Y se había felicitado a sí mismo al ver que todo era una ilusión. De modo que se quedó sorprendido al descubrir que no tenía fuerzas para seguir luchando contra ello. Desde que le contó a Paula la verdad, que le había fallado a su hermano, y ella se había negado a verlo de ese modo, sentía que esa debilidad crecía dentro de él. ¿Y no era ese su mayor miedo? ¿Que el amor lo hiciera débil en lugar de fuerte? Amor. ¿De dónde había salido esa palabra? La palabra que había evitado durante toda su vida. La palabra que nunca había pronunciado. Pero lo que sentía por Paula era muy diferente a lo que había sentido nunca. «Tranquilo, soldado», se ordenó a sí mismo. Pero su corazón no quería escucharlo. Su corazón estaba amotinándose.

–¡Van demasiado aprisa! –gritó Paula–. ¡Por favor, pisen el freno!

Pero estaba riéndose a pesar del esfuerzo de pedalear por la empinada cuesta mientras Pedro y Tomás bajaban a toda velocidad.

–¡Tomás, para! ¡Acabas de aprender!

Pero el niño ya les sacaba la delantera y tal vez era lo mejor. Lo último que necesitaba era que le estropease el momento con su natural precaución. Paula se detuvo para recuperar el aliento. Tenía que reconocer que estaba siendo la mejor semana de su vida. Le encantaba estar con Tomás, le encantaba ser tía. Era como si hubiera vivido para aquello. Pero, por supuesto, había algo más que él. Mucho más. Era la magia de estar juntos, los tres. Había dejado que Carla se encargase de la oficina durante unos días y Pedro debía de haber hecho lo mismo porque eran como una familia de vacaciones. Había vivido en el valle de Okanagan toda su vida, pero sentía como si no lo hubiera visto nunca. Era como si se hubiera quitado una venda de los ojos y vivía en un estado de perpetuo descubrimiento mientras exploraban el valle, organizaban meriendas y descubrían nuevas playas. Debía de haber visto atardeceres antes, ¿Pero había sentido alguna vez los últimos rayos del sol acariciando su piel como si fueran una cosa viva?

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