lunes, 22 de junio de 2020

Volveremos a Encontrarnos: Capítulo 31

Miró a Apolo.

—¿Hay antídotos para perros? —preguntó ella.

—Esto es lo que recordaba de tí —dijo él con delicadeza.

Ella contuvo la respiración.

—Desastres. Doña Desastres —luego le quitó todo el hierro al asunto—. Paula Chaves, consigues lo que nadie en el mundo había conseguido. Consigues que me ría.



Él sí que la había hecho buena. Decirle que era la única persona que le hacía reír era peor que besarla. Después de todo, el beso podía reducirse a una cuestión biológica. Pero la risa era distinta. La risa entraba en ese terreno resbaladizo de las emociones. Decirle que no se reía era reconocer que su vida carecía de ciertos elementos. Ella podía cometer el error de pensar que estaba solo y que era vulnerable. Lo era. El hecho de no haberlo pensado en absoluto hasta que Paula Chaves había aparecido en su puerta le producía un profundo resentimiento. ¿Qué pasaría si en las malditas fotos se reflejaban todos esos aspectos que había protegido durante tanto tiempo y aparecía como era realmente? Penoso. Un hombre cuya vida giraba alrededor de vacas y caballos y cuyo concepto de disfrutar era pasar una noche jugando a las cartas con tres hombres horribles. O hablando de béisbol. O de hockey, según la época del año que fuera. Si no tenía cuidado, podía acabar como los hombres del barracón. Viejo. Aborrecible. Solo. Pedro pensó, mientras el resentimiento crecía en él, que hasta unos días antes nunca había pensado en esas cosas. Jamás. Nunca había pensado que pudiera ser penoso. Era culpa de ella y tenía que marcharse. Esas piernas largas y esos ojos chispeantes eran demasiado para un hombre que vivía solo. Los labios carnosos pedían a gritos que los besara. Lo pedían a gritos. A juzgar por su reacción, ella no le había encontrado ni penoso ni aborrecible la noche anterior. Se aborreció a sí mismo por haber sentido un alivio momentáneo al darse cuenta de que todavía no había cruzado la línea del verdadero celibato.

—Muy bien —dijo él mientras se levantaba con decisión—. La siguiente foto. Dijiste que sería en el pajar.

—¿Qué hacemos con Apolo? —preguntó Paula preocupada.

¿Por qué no le decía lo que pensaba? Él tenía una excavadora. Si el perro estiraba la pata, él podría cavar un agujero lo suficientemente grande en treinta segundos. No lo haría porque no quería que ella supiera lo bárbaro y desalmado que podía ser.

—Voy a vestirme —dijo él—. El número del veterinario está junto al teléfono.

—Ponte los vaqueros que llevabas antes —dijo ella—. Los que... están deshilachados por detrás. Y la camiseta blanca.

—¿Puedo peinarme ya? —preguntó él con sarcasmo.

Ella no hizo caso del sarcasmo y le miró el pelo con los ojos entrecerrados como si lo analizara.

—Déjalo así por el momento.

Él entró en el dormitorio y cerró la puerta. Estaba tentado de ponerse los vaqueros más oscuros y nuevos y una camiseta negra para demostrarle quién era el jefe. Pero si lo hacía, ella podía quedarse un par de días más y él no estaba dispuesto. Sería peligroso que pasara una hora más y no por los desastres. ¿Desde cuándo era tan hermosa? ¿Cómo lo había hecho? ¿Qué quería decir con lo de deshilachados por detrás? Recogió los vaqueros del suelo y los examinó. El trasero estaba desgastado justo debajo de los bolsillos y solo había unos hilos entre él y el mundo exterior. Notó que se le sonrojaban las mejillas. ¡Rubor! Paula le había visto la ropa interior y quería mostrarla a todas las mujeres del hemisferio occidental. ¿A las mujeres les gustaban los hombres pobres? ¿Quién iba por ahí con agujeros en la ropa? ¿Qué color de ropa interior debía ponerse? Decidió que blanca. Detestaba lo que ese mundo empezaba a ser.

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