viernes, 3 de enero de 2020

Destino: Capítulo 37

—No creo. La verdad es que dudo que yo pueda hacer algo, pero tengo que intentarlo. Siento dejarte tirada.

—No pasa nada. Todo irá bien. No vamos a ir muy lejos, ¿Verdad?

—No, kilómetro y medio. Hay un lugar muy agradable en el que parar un rato y tomarnos el picnic que Lu había preparado.

A Paula no le apetecía hacer un picnic con él, pero no se le ocurrió ninguna manera educada de rechazarlo, sobre todo, teniendo en cuenta lo contentos que parecían Agustín y Sofía.

—Gracias por tu comprensión —le dijo Luciana mientras desensillaba rápidamente su caballo—. Te lo compensaré.

—No hace falta —le respondió ella—. Ve a atender al perro.

—Haré lo que pueda. Tal vez los alcance en un rato, pero si no lo hago, los veré luego, cuando vuelvan.

Miró hacia el cielo.

—Están formándose nubes en los picos, espero que no llueva.

—Están bastante altas, no creo que llueva por lo menos en un par de horas —dijo Pedro—. Buena suerte con el perro. ¿Nos vamos, chicos?

Paula se sintió mal por dejar allí a Luciana, pero los niños se habrían sentido muy decepcionados si hubiesen cancelado el paseo, y Luciana tenía razón, no podían hacer nada para ayudarla. Suspiró. Aquello también significaba que tendrían que ir solo con Pedro. Era una suerte que él ya no tuviese ningún motivo para interesarse por ella, porque estaba segura de que iba a ser más débil de lo normal, dando un paseo a caballo por las montañas, sobre todo, teniendo tantos recuerdos de otra época y de otros paseos que habían terminado de manera muy cariñosa en alguna parte del rancho.

—Sí —respondió por fin—. Vamos.

Cuanto antes saliesen, antes regresarían y podría volver con sus hijos a su vida normal tal y como era antes de que Pedro entrase en ella. Con Sofía sentada delante de él, Pedro fue el primero, llevando además las riendas del caballo de Agustín, mientras que Paula iba la última. Una ligera brisa la despeinaba mientras recorrían los verdes pastos que había justo delante del rancho. Paula tuvo la sensación de haber vivido ya aquel momento. Tardó unos segundos en entender el motivo: de joven había soñado muchas veces con una tarde así. Se los había imaginado a los dos pasando una bonita tarde de primavera montando a caballo con sus hijos, riendo y charlando, deteniéndose acá y allá para darse alguno de aquellos besos a los que tan adictos habían sido. Era cierto que en esos momentos iban a caballo y con niños, y que hacía una preciosa tarde de primavera, pero el resto no iba a ocurrir.  Intentó concentrarse en el camino y escuchó cómo Agustín iba hablando de todo lo que veía, de un pino con doble tronco que había en el camino, de uno de los perros de Luciana que los acompañaba, y de que le encantaba el viejo Espartaco. Lo malo era que, tal y como ella se había imaginado, el niño acababa de decidir que quería un caballo y, cómo no, un perro propio. El olor del aire era delicioso: a pino, a artemisa, a tierra húmeda. Había echado de menos el olor de las montañas. Madrid tenía otros olores, a otras flores y a otras especias, a pan recién hecho, pero aquel era el olor de casa.

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