lunes, 20 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 2

Y no lo hacía nada bien, pensó, al ver que derramaba un poco de café mientras servía a Rodrigo Haskell. Aunque a él no pareció importarle en absoluto porque la miraba con una sonrisa en los labios.

—¿Quieres beber algo? —le preguntó Diana.

—Lo único que necesito es dormir, pero me vendría bien unzumo de naranja.

—Ah, muy bien. Marchando un zumo de naranja.

La mujer entró en la cocina para prepararlo y volvió unos minutos después con un vaso de zumo. Le temblaba un poco la mano mientras lo dejaba sobre la barra y Pedro pensó que tanto Diana como Luis empezaban a hacerse mayores. Tal vez por eso habían contratado a aquella chica.

—Una mañana muy ajetreada —comentó.

—Deja que te diga una cosa: he sobrevivido a muchos inviernos en Pine Gulch —anunció Diana, apoyando los codos en la barra—. En mi experiencia, días grises como el de hoy hacen que la gente se quede en casa frente a la chimenea o que busque a otros para no estar solos. Parece que hoy ocurre esto último. La nueva camarera entregó un pedido a Luis antes de volver a las mesas para atender a una pareja que acababa de entrar en el restaurante.

—¿Quién es la nueva chica?

Diana suspiró.

—Se llama Paula Chaves, pero no se te ocurra llamarla Pauli. Es Pau. Ha heredado la casa del viejo Alfredo Chaves. Por lo visto, es su nieta.

Eso era noticia para Pedro. Alfredo jamás había hablado de una nieta y ella no parecía haberse preocupado mucho por el anciano. En los últimos años, él había sido el único que lo visitaba de vez en cuando. Si no hubiera pasado por su casa un par de veces por semana, Alfredo habría estado semanas sin ver a nadie. Pedro había sido el primero en descubrir que había muerto. Cuando no lo vió en el jardín con su viejo perro, Bobby, entró en la casa y lo encontró muerto en un sillón, con la televisión encendida y Bobby a sus pies. Aparentemente, su nieta estaba demasiado ocupada como para visitarlo, pero en cuanto murió se había mudado a su casa.

—¿Esa es su hija?

Diana miró hacia la mesa donde la niña leía un libro.

—Sí, se llama Gabriela. Le he dicho a Pau que podía estar un par de horas aquí antes de ir al colegio mientras se portase bien. Es la segunda mañana que viene y no ha levantado los ojos del libro. Yo creo que le pasa algo.

—La tortilla del jefe está lista —anunció Luis.

Diana tomó el plato y lo colocó sobre la barra.

—Ya sabes dónde están la sal y la pimienta —murmuró, antes de alejarse para atender a otro cliente.

Por el espejo que había encima de la barra pudo ver a la nueva camarera equivocarse en dos pedidos y servir café normal en lugar de descafeinado a Eduardo Whitley, a pesar de las órdenes del médico de que dejase la cafeína. Curiosamente, parecía estar haciendo un esfuerzo para no mirarlo, aunque Pedro creía haber interceptado un par de miradas furtivas en su dirección. Debería presentarse, pensó. Era lo más lógico. Por no decir que le gustaba hacerle saber a los recién llegados que el sheriff de Pine Gulch estaba al tanto de todo lo que pasaba en el pueblo. Aunque no se sentía inclinado a ser amable con alguien que había dejado morir solo a su abuelo. El destino le quitó la decisión de las manos unos minutos después, cuando a la camarera se le resbaló la bandeja de las manos y dos vasos se rompieron en pedazos contra el suelo.

—Porras —murmuró.

La infantil expresión hizo sonreír a Pedro. Pero solo porque estaba cansado, se dijo a sí mismo.

—¿Quieres que te eche una mano? —le preguntó, saltando del taburete.

—Sí, gracias —ella levantó la mirada del suelo, pero cuando lo identificó sus ojos pardos se volvieron fríos. Pedro creyó ver un brillo de miedo y eso despertó su curiosidad—. No hace falta, sheriff. Pero gracias —su voz era notablemente más fría que unos segundos antes.

A pesar de sus protestas, Pedro se inclinó para ayudarla a recoger los cristales.

—No pasa nada. Esas bandejas son resbaladizas.

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