miércoles, 15 de enero de 2020

Destino: Capítulo 64

Ella miró a su hijo y después a Pedro, y luego miró la cuerda que todavía estaba atada al árbol.

—Los has salvado.

—Te dije que los encontraría.

—Y lo has hecho.

Pedro se ruborizó al ver sorpresa y agradecimiento en los ojos de Paula. ¿No habría pensado que iba a dejar que sus hijos se ahogasen? ¿Cómo iba a hacerlo, si los quería?

—Y ha incumplido todas las normas para hacerlo —comentó Marcos Orosco.

Pedro sintió ganas de darle un puñetazo.

—Me da igual —dijo Paula—. Gracias, Pedro. ¡Gracias!

Y lo abrazó. Todavía tenía a Agustín en brazos, pero lo abrazó a él también. Pedro no quiso pensar en lo que podía haber ocurrido si no hubiese ido a aquella parte del río. Si no hubiese estado tan cerca, en The Gulch, cuando lo habían llamado. Un cúmulo de detalles había hecho posible aquel momento. Marcos se aclaró la garganta.

—Esto… el doctor Dalton nos está esperando en la clínica.

Paula se alejó de él con los ojos brillantes por las lágrimas y las mejillas sonrojadas.

—Sí, tenemos que irnos.

—Creo que podremos ir con los dos niños en una sola ambulancia —comentó Luke.

—Perfecto. Muchas gracias.

Laura no volvió a mirarlo mientras subían a sus hijos en la ambulancia. Ya no había espacio para él, aunque Taft sabía que podría haber insistido en acompañarlos. Pero Paula y sus hijos formaban una unidad familiar en la que él no estaba incluido. Ella se lo había dicho claramente. Tendría que estar siempre fuera de sus vidas. Eso era lo que ella quería y él no sabía cómo hacerla cambiar de opinión. Vió cerrarse las puertas de la ambulancia tras ellos y a Diego Shepherd sentarse al volante y alejarse de allí. David se acercó a él y le puso una mano en el hombro, ofreciéndole así su comprensión sin necesidad de palabras.

—Buen trabajo —le dijo después—, pero ha sido un milagro que nos se hayan ahogado los tres.

—Lo sé —respondió él, empezando a sentirse agotado.

—Por cierto, como vuelvas a correr un riesgo así, Fede y yo te mataremos.

—No he tenido elección. La corriente es tan fuerte que podía volver a arrastrar a los niños en cualquier momento. Imagínate que hubiesen sido Abril o Gabi las que hubiesen estado ahí. Tú habrías hecho lo mismo.

—Sí, es probable, pero sigue sin estar bien hecho.

Tomás McNeil, uno de sus hombres con más experiencia, se acercó a ambos botiquín en mano.

—Jefe, ahora te toca a tí.

Era probable que necesitase algún punto, a juzgar por la sangre, pero no tenía ganas de ir a la clínica y encontrarse a Paula allí. No quería que le volviesen a recordar lo que no podía tener.

—Yo solo me curaré.

—¿Estás seguro? Ese corte parece profundo.

Él miró fijamente a Tomás, en silencio, y este se encogió de hombros.

—Como quieras. Tendrás que limpiarlo bien. El río está lleno de todo tipo de bacterias.

—De todos modos, voy a ir a casa a cambiarme de ropa. Me limpiaré la herida allí.

Sabía que debía estar exultante, después de semejante rescate, y en parte lo estaba, por supuesto. No quería pensar en la alternativa, pero estaba agotado. En esos momentos lo único que quería hacer era irse a casa y dormir.

—No seas idiota —le aconsejó Tomás, igual que su hermano.

Y él deseó contestarles a ambos que ya era demasiado tarde. Había sido un idiota diez años antes, cuando había dejado marchar a Paula. Entonces había tenido la felicidad en sus manos y no había sabido conservarla. Ella había vuelto, pero jamás sería suya, y eso le dolía mucho más que las heridas que se había hecho en el río.

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