miércoles, 8 de enero de 2020

Destino: Capítulo 50

—Lo que necesitas es un perro —dijo de repente—. Un perro que te traiga buena suerte.

—No, de eso nada —dijo ella riéndose—. Olvídalo, Pedro Alfonso. Soy demasiado inteligente para dejarme camelar por una cara bonita.

—¿Te refieres a la mía o a la del perro? —bromeó él.

Ella sonrió de verdad, pero negó con la cabeza.

—Vete a la cama, Pedro. Y llévate al perro contigo. «Preferiría llevarte a tí».

Ambos se quedaron en silencio y ella se ruborizó, como si le hubiese leído el pensamiento.

—Buenas noches —le dijo Pedro muy a su pesar—. No me importa pagar la fianza por el perro.

—No hace falta. Considéralo mi aportación a la recuperación de Apolo.

—Gracias. Intentaré que no te arrepientas.

Colocó al perro en mejor posición, tomó la tarjeta de encima del mostrador y se alejó por el pasillo. Ya tenía él de qué arrepentirse por ambos. Los niños se quedaron prendados de él.

—Es el perro más mono que he visto nunca —dijo Agustín con los ojos brillantes de la emoción—. Y muy bueno. Lo he estado acariciando mucho rato y lo único que me ha hecho ha sido lamerme.

—Apo hace cosquillas —añadió Sofía encantada.

—Se llama Apolo, lo ha dicho el jefe Alfonso.

Agustín se estaba subiendo a la encimera y sacando cosas de las bolsas para, en teoría, ayudar a su madre a colocarlas, pero Paula no iba a quejarse.

—¿Y dónde estaba la abuela mientras el jefe Alfonso los dejaba jugar con el perro? —les preguntó.

—Atendiendo una llamada en el despacho. Nosotros nos habíamos quedado pintando en recepción, como ella nos había dicho. Te prometo que no hemos ido a ninguna parte. Yo estaba coloreando un caballo y Sofía, haciendo garabatos. No sabe colorear.

—Está aprendiendo, ¿Verdad, hija?

Sofía se echó a reír y la tensión de Paula se disipó por completo. Estaba trabajando mucho para poder ofrecer una buena vida a su familia. Tal vez no fuese perfecta todavía, pero era mucho mejor de la que habrían tenido si se hubiesen quedado en Madrid.

—Así que estaban coloreando y entonces…

—Entonces llegó el jefe Alfonso con el perro. Tiene las orejas enormes. ¡Como las de un burro!

Paula sonrió al oír semejante exageración. Las orejas grandes eran normales en un corgi.

—¿No me digas? No me había fijado en que el jefe Alfonso tuviese las orejas tan grandes.

Agustín se echó a reír.

—¡El perro, tonta! Se llama Apolo y tiene una pata rota. ¿Lo sabías? Lo atropelló un coche. Qué pena, ¿Verdad?

—Sí, una pena.

—El jefe Alfonso dice que tendrá que llevar la pata vendada otra semana y que no puede estar con otros perros.

—Pobrecito.

—Sí. Solo puede estar tranquilo, pero el jefe Alfonso me ha dicho que puedo acariciarlo cuando quiera.

—Todo un detalle por parte del jefe Alfonso —respondió ella en tono irónico, a pesar de saber que su hijo no lo captaría.  Sabía lo que se proponía Pedro… encontrar a alguien que se ocupase del animal.

—Es muy simpático.

—¿El perro?

—¡No! ¡El jefe Alfonso! Me ha dicho que puedo ir a ver a Apolo siempre que quiera, y que cuando le quiten la venda, tal vez pueda sacarlo a pasear.

A Paula le preocupó que Agustín hablase de Pedro con tanta admiración. Su hijo necesitaba desesperadamente una influencia masculina en su vida y ella lo entendía, pero Pedro no iba a quedarse para siempre en el hostal. Terminaría marchándose de allí, con su perro. La idea la deprimió a pesar de saber que no debía importarle lo que hiciese él.

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