viernes, 3 de enero de 2020

Destino: Capítulo 40

—¿Y tú?

Ella miró hacia el rancho y hacia las montañas que había detrás.

—Bien. Me gustan muchas cosas de estar en casa, cosas que, sin darme cuenta, había echado mucho de menos en España. Esas montañas, por ejemplo. Se me había olvidado la tranquilidad que hay aquí.

—Este es uno de mis lugares favoritos del rancho.

—Sí, me acuerdo.

Ambos se quedaron en silencio y Paula deseó poder retirar sus últimas palabras. De repente aumentó la tensión entre ambos y ella supo que Pedro también se acordaba de la importancia de aquel lugar. Allí mismo se habían besado por primera vez, después de que él volviese de aquel peligroso incendio. Para ella  siempre había sido su lugar especial, el lugar en el que siempre había recordado el momento en el que Pedro, ¡Por fin!, había empezado a considerarla algo más que una amiga. Después del primer beso habían ido allí muchas veces. Pedro le había pedido que se casase con él, también allí, tumbados en una manta encima de la hierba. De repente, Paula se dió cuenta de que no se habían detenido allí por casualidad. Y eso la enfadó, y mucho. Pedro había querido despertar en ella las esperanzas, los sueños y las emociones del pasado. Se levantó de la roca.

—Creo que deberíamos volver.

Él apretó los labios y puso cara de querer decir algo, pero después cambió de opinión.

—Sí, tienes razón. El cielo está empezando a ponerse gris.

Paula levantó la vista y comprobó que era cierto. El cielo estaba poniéndose como ella.

—¿De dónde han salido esas nubes? Hace un momento hacía un sol radiante.

—Así es la primavera en Idaho. Puedes tener las cuatro estaciones del año en una sola tarde. Ya ha dicho Luciana que podía llover. Teníamos que haber estado más atentos. ¿Están listos, niños? —los llamó—. Tenemos que irnos.

Agustín frunció el ceño.

—¿Tenemos que irnos?

—A no ser que quieras empaparte y bajar al rancho resbalando por el barro…

—¿Podemos? —preguntó el niño emocionado.

Pedro se echó a reír, aunque fue una risa tensa.

—No, no podemos. Tenemos que asegurarnos de que las señoritas llegan a casa sanas y salvas. ¿Me ayudas?

Si Paula no hubiese estado tan enfadada, se habría echado a reír al ver a su hijo sacar pecho.

—Sí, señor —respondió.

—Pues venga.

Pedro subió al niño a su caballo y le puso el casco antes de girarse hacia Sofía.

—¿Y tú, mi niña? ¿Estás lista?

La pequeña sonrió de oreja a oreja y echó a correr hacia él. Al verlos, Paula se propuso todavía más mantenerse firme con Pedro. Tenía que haber al menos una persona de su familia que se resistiese a él. Y la única que podría conseguirlo era ella. Tal vez.

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