miércoles, 15 de enero de 2020

Destino: Capítulo 61

Pedro volvió corriendo a su camioneta y dió órdenes por radio para que se estableciese un perímetro de búsqueda. Teniendo en cuenta que el accidente había ocurrido hacía cinco minutos, intentó calcular dónde podían estar los niños. Decidió ir a Saddleback Road. No supo por qué, pero supo que el río iba más lento allí y se dividía en dos. Algo le dijo que era adonde tenía que ir. A lo mejor se equivocaba, pero esperaba que no fuese así.

—Escuadrón Veinte, ¿Dónde estás? —preguntó David por radio.

—Casi en Saddleback —respondió él con voz ronca—. Voy a empezar a buscar por allí. Envía un equipo a medio kilómetro de allí.

—Entendido.

Poco después pegaba un volantazo y se detenía a un lado de la carretera. Bajó del coche y solo se detuvo a tomar la cuerda de salvamento que llevaba en el maletero. Corrió a la orilla del río y miró hacia un lado y el otro. En mayo el agua estaba fría y bajaba con rapidez, pero el caudal no era tan abundante como unas semanas más tarde, gracias a Dios. Tuvo la sensación de haber oído algo, pero no supo en qué dirección. Volvió a escrutar el río con la mirada y algo le dijo que tenía que ir corriente arriba. Era una locura guiarse por una corazonada, pero en esos momentos no tenía nada más. Corrió río arriba y de repente tuvo la sensación de ver algo rosa. Siguió subiendo y lo vió, dos pequeñas cabezas morenas. Eran los niños, que estaban agarrados a un tronco, bueno, desde allí no veía si estaban agarrados a él, o si se habían quedado allí parados. Tomó su radio y llamó a su equipo y a una ambulancia. Pero supo que no podría quedarse esperándolos sin hacer nada, diez minutos o más que tardarían en llegar. Diez minutos separan en ocasiones la vida de la muerte. No sabía si los niños estaban respirando, no quería pensar lo contrario, pero si no era así, diez minutos podían ser imprescindibles para reanimarlos. Además, la corriente podía llevárselos río abajo. No podía arriesgarse. Sabía que aquello iba en contra del protocolo, que un hombre solo no debía meterse en el agua. Pero le dió igual. Tenía que salvar a los hijos de Paula. Corrió un poco más por la orilla, hasta llegar hasta donde otro árbol caído formaba un pequeño puente. Los niños estaban al otro lado, solo a unos metros de él. Los llamó y le pareció ver moverse una cabeza.

—¡Agustín! ¡Sofía! ¿Me oís?

Creyó ver moverse la cabeza otra vez, pero supo que no podrían agarrarse a la cuerda de salvamento. Iba a tener que sacarlos él. Si calculaba bien y entraba por el lugar adecuado del río, la corriente lo llevaría justo hasta donde estaban, pero tendría que agarrarse al mismo tronco en el que estaban ellos y no sabía si aguantaría su peso. Pero la única opción que tenía era intentar sacarlos de allí. Ató la cuerda de salvamento a un árbol y después a su cintura, y se metió en el agua, que le llegaba al pecho. Estaba helada y sintió calambres en los músculos nada más entrar, pero siguió intentando avanzar contra corriente. Fue inútil. Después de unos pasos, la fuerza del agua le levantó los pies del suelo. Tuvo que utilizar todas sus fuerzas para volver a clavarlos en el suelo. Avanzó lentamente y se acercó al árbol caído. Una rama se le clavó en la frente, pero él siguió intentando acercarse a los niños, con cuidado para no mover el tronco.

—Agustín, Sofía. Soy el jefe Alfonso. Hola, chicos.

Les estuvo hablando, pero pronto se dio cuenta de que solo Agustín se movía. El niño abrió un ojo y lo volvió a cerrar, como si estuviese completamente agotado.

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