miércoles, 22 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 6

Pedro se arrellanó en la silla, dejando la servilleta al lado de su plato vacío.

—Una cena estupenda, Luciana, como siempre. El asado estaba particularmente rico.

Su hermana pequeña sonrió, sus transparentes ojos azules brillando bajo las luces de Navidad que había colocado por toda la casa.

—Gracias. He probado una receta nueva que lleva salvia, romero y un toque de pimienta.

—Sabes que la pimienta no me sienta bien, ¿Verdad?  — protestó su hermano mellizo, David.

—La pimienta te sienta perfectamente, tonto. Y solo por eso, te toca fregar los platos.

—Apiádate de mí. Llevo todo el día trabajando.

—Llevas todo el día de servicio, no es lo mismo —lo corrigió Pedro.

—¿Cómo que no es lo mismo?

—¿Has tenido salidas o te has pasado toda la noche en el cuartel de los bomberos, jugando a las cartas?

—Jugando a las cartas o no, estaba dispuesto a lanzarme de cabeza si mi comunidad me necesitaba.

Sus respectivos trabajos siempre habían sido objeto de bromas entre los dos hermanos porque mientras Pedro hacía turnos de noche patrullando, respondiendo llamadas o atendiendo el papeleo en la comisaría, como jefe de bomberos de Pine Gulch, el trabajo de David era muy tranquilo porque afortunadamente no había demasiados incendios en el pueblo. Bromeaban y se peleaban, pero Pedro sabía que nadie mejor que su hermano cuidaría de él. Aunque también podía contar con Luciana y su hermano mayor, Federico.

—Dejenlo ya, pesados —los regañó Federico, el patriarca de la familia, con una voz de trueno que les recordaba a su padre—. Van a estropear el postre tan estupendo que ha hecho Abril.

—Solo es un pastel de bayas —dijo la niña—. Es muy fácil de hacer.

—Pues a mí me parece que está riquísimo —comentó David—. Eso es lo importante.

La cena en el rancho de la familia, el River Bow, era una tradición. Por muy ocupados que estuvieran, los Alfonso se reunían todos los domingos. Aunque si no fuera por Luciana, esas cenas dominicales probablemente habrían desaparecido mucho tiempo atrás, otra víctima del brutal asesinato de sus padres. Habían retomado la tradición cuando la mujer de Federico lo dejó y Luciana terminó sus estudios y empezó a cuidar de la casa y de Abril, su sobrina. Era una manera de estar en contacto a pesar de lo ocupados que estaban todos y a Pedro le encantaban esas cenas, peleas incluidas.

—Yo también he trabajado toda la noche, pero no soy tan flojo como para no fregar los platos —le dijo—. Tú quédate aquí descansando, no quiero que te agotes.

Por supuesto, su hermano no iba a pasar por alto ese insulto, como Pedro había esperado, de modo que David fregó los platos mientras él los secaba y Abril y Federico limpiaban la mesa. La niña entró en la cocina detrás de su padre, mirándolo con la misma expresión que los cachorros a los que Luciana rescataba.

—Por favor, papá. Si esperamos mucho más, será demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó David inocentemente.

—¡Para Navidad! —exclamó Abril—. Es el último domingo de noviembre y si no cortamos pronto el árbol las montañas se cubrirán de nieve. Por favor, papi.

Federico dejó escapar un suspiro y Pedro tuvo que contener uno propio. Sus padres habían muerto un día antes de Nochebuena diez años atrás y a ninguno de ellos le entusiasmaban las navidades.

—Iremos a buscar uno —le aseguró su hermano, sin embargo.

—Pero no podemos esperar —insistió Abril—. ¿Para qué vamos a poner un árbol cuando estén a punto de terminar las fiestas?

—¡Pero si aún no estamos en diciembre!

—Estamos casi en diciembre.

—Es como mamá —dijo David—. ¿Se acuerdan que solía pedirle a papá que pusiera el árbol en noviembre?

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