miércoles, 29 de enero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 16

—¿Alguien quiere más café? —con la cafetera de descafeinado en una mano y la de café normal en la otra, Paula  sonreía a un grupo de clientes habituales. Le gustaba oírlos charlar y bromear. Aunque era evidente que provenían de estratos sociales diferentes, parecían una familia.

—Yo sí —respondió Mario Malone.

Y Paula le sirvió un descafeinado sin derramar una gota, algo de lo que se sentía muy orgullosa porque significaba que había aprendido mucho en las dos semanas desde que empezó a trabajar allí.

—¿Más tortitas, Osvaldo?

—No, cariño, con estas tengo suficiente —respondió el hombre.

Paula sonrió. El viejo vaquero debía tener setenta años y era tan flaco que probablemente debía sujetarse los pantalones con tirantes, pero tenía el metabolismo de un picaflor y podía comer tanto como un chico joven.

—¿Alguien necesita algo?

—Yo quiero una de esas bonitas sonrisas tuyas —respondió Jesica Redbear, a quien le faltaba un diente—. Esa misma —dijo al verla sonreír—. Ya no necesito nada más.

Paula sacudió la cabeza.

—Volveré dentro de unos minutos.

No lamentaría dejar su trabajo de camarera cuando por fin recibiese la acreditación para ejercer como abogada en Idaho, pero desde luego había aprendido mucho en ese tiempo. Había aprendido que a veces los clientes que parecían más avaros daban las mejores propinas, por ejemplo. O que a veces una sonrisa podía hacer que hasta el cliente más malhumorado le perdonase alguno de sus frecuentes errores.

—¡Un pedido! —la llamó Luis.

Cuando sonó la campanita de la puerta, Paula miró hacia allí, como todos los demás. El sheriff entró en el restaurante, tan guapo como siempre, y se le encogió el estómago al ver a la mujer que lo llevaba del brazo, como si fuera una cazadora de recompensas y él un preso a punto de escapar. Se quedaron en la barra un momento y Paula vió que Pedro le daba un beso. Era evidente que acababan de pasar la noche juntos y pensó que había sido una tonta por emocionarse tanto con el beso que le dió en la puerta de su casa una semana antes, cuando fue a llevarles el árbol.

—No puedo quedarme —oyó que decía la mujer—. Llego tarde a trabajar. Te veo luego.

—Desde luego que sí —Pedro volvió a besarla y ella salió del restaurante lanzando un suspiro.

Enfadada consigo misma por sentir celos, Paula se acercó cuando Pedro se sentó a una mesa.

—Buenos días. ¿Quieres un café?

Ella misma notó la frialdad que había en su voz y también él pareció darse cuenta porque la miró con cara de sorpresa. Y Paula también se llevó una sorpresa porque no era Pedro Alfonso. Debía ser su hermano mellizo, pensó, mortificada.

—Ah, lo siento, pensé que eras el sheriff.

Mirándolo de cerca, podía ver algunas diferencias: aquel Alfonso tenía los hombros más anchos, el pelo un poco más largo y una expresión más risueña. Y, aparentemente, era el donjuán de la familia.

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