miércoles, 29 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 56

Un instante después,  Abril entró con la Biblia de cuero negro que había visto leer a su padre todas las mañanas después de las tareas.

—Toma, papá.

Él tomó la Biblia con el nombre de Horacio Alfonso en letras doradas. La miró dominado por los recuerdos. Cuando iba a la escuela dominical y tenía que sujetar a los gemelos para que no se pelearan en el banco. Cuando iba en el tractor con su padre y lo escuchaba hablar de su respeto por la tierra y de su relación con Dios. Sin embargo, se acordaba sobre todo de aquellas palabras tan duras que le soltó a su padre unos días antes de que muriera; que estaba harto de que intentara dirigir su vida, que estaba hasta las narices de que lo tratara como si no tuviera ni cerebro ni agallas para hacer las cosas por su cuenta, que no podía respetar a un hombre que no consideraba a su hijo como una persona adulta que intentaba vivir su vida. Dejó a un lado ese recuerdo y se concentró en aquellos años de su infancia cuando la familia se reunía allí para leer sobre bebés, milagros y regalos llegados del cielo. Abrió la Biblia por la manoseada página de San Lucas que estaba subrayada en rojo por la mano de su padre. Había leído esa Biblia todos los años desde que volvió al rancho, pero nunca se había fijado en la breve nota que su padre había escrito al margen y había subrayado tres veces. ¡No temas!, decía la nota. Por algún motivo, le pareció como si su padre quisiera decirle algo. La miró un buen rato, hasta que Abril habló.

—Papá… ¿No vas a leer?

—Sí. Perdona —él se aclaró la garganta y empezó a leer.

Cuando terminó y levantó la mirada, Abril tenía un brillo de felicidad en los ojos.

—Nunca me canso de oírlo —comentó ella.

Paula también tenía los ojos brillantes, pero si no se equivocaba, era por la emoción.

 —Ha sido precioso. Creo que nunca lo había oído tan bien leído.

La sutil conexión pareció vibrar entre ellos.

—Tuve un buen ejemplo. Mi padre lo leía como si fuese uno de los pastorcillos maravillado por la aparición del ángel.

 Ella sonrió y él sintió un agradecimiento inmenso. Si ella no hubiese estado allí, ¿habría sentido él el más mínimo espíritu navideño ese año o habría hecho lo mismo de siempre para que su hija disfrutara de las fiestas? Abril bostezó y abrió tanto la boca que enseñó las muelas.

—Tienes que acostarte, y no te escondas para ver qué te ha traído Santa Claus.

—No lo haré —se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos—. Te quiero, papá. Feliz Navidad.

Él la abrazó con un nudo en la garganta.

—Yo también te quiero, cosita.

Ella hizo una mueca al oír cómo la llamaba desde que era muy pequeña y, para sorpresa de él, fue hasta Paula.

—Feliz Navidad. Me alegro mucho de que hayas estado este año. Todo ha sido más divertido.

Él vió que Paula abría los ojos como platos cuando Abril le rodeaba el cuello con los brazos, pero, después de un momento de asombro, también la abrazó.

 —Ha sido un día maravilloso. Buenas noches. Hasta mañana. Feliz Navidad.

 Cuando Abril empezó a subir las escaleras de troncos, él, de repente, se dió cuenta de que estaba solo con su invitada otra vez.

—Seguramente, también estarás agotada.

—No mucho. Esa cabezada me ha despejado. En realidad, no tengo nada de sueño.

—Yo tengo que esperar como una hora para cerciorarme de que está dormida y poder hacer de Santa Claus. ¿Quieres ayudarme?

—¡Ah! —exclamó ella con curiosidad—. Parece divertido.

—Tengo que reconocer que soy egoísta con esta parte de la Navidad. Antes, y este año a pesar de la locura de la boda, Luciana me comparaba casi todos los regalos. Incluso, envolvía la mayoría. Se le da bien y dejaba que lo hiciera, pero yo siempre le decía que me gustaba hacer de Santa Claus. Siempre me ha gustado llenar los calcetines y dejar los regalos alrededor del árbol. Gracias por acompañarme.

—De nada.

—¿Quieres beber algo?

—Llevo todo el día pensando en ese delicioso chocolate de frambuesa que Abril me hizo ayer.

—Hecho.

En realidad, a él también le apetecía un chocolate. Era perfecto para Nochebuena. Calentó el agua y mezcló los sobres que había dejado Luciana, de frambuesa para Paula y de menta para él. Una vez disueltos, llevó las tazas al salón y se la encontró mirando el reflejo de las luces del árbol en el ventanal. Esa vez sí se sentó a su lado. Se quedaron en un silencio sorprendentemente agradable, sobre todo, por las vibraciones que parecían surgir entre ellos.

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