miércoles, 1 de abril de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 72

—Vamos, amiga. Aguanta. Solo unos minutos más.

El miedo se había apoderado de Paula mientras conducía su camioneta aquella Nochebuena, repitiendo la escena que ya había vivido con Luca hacía unas semanas. Ahora estaba mucho más aterrorizada que con Luca, y los cuatrocientos metros que había hasta la casa del capataz le parecían no acabarse nunca. Sami no podía morir. Simplemente no podía. Pero, desde que había entrado en el establo minutos antes y había encontrado a su querida perra tendida en el suelo sobre la paja sin moverse, sus preocupaciones sobre la salud del animal a lo largo de los últimos días se habían convertido en un terror sobrecogedor. Sami, su mejor amiga, estaba apagándose. Lo sabía en el fondo de su corazón y apenas podía respirar por el dolor. Tampoco podía pensar con claridad. Solo un pensamiento había logrado abrirse camino a través del pánico. Pedro sabría qué hacer. Había recogido a la perra, la había metido en el coche más cercano, la camioneta de Federico, y había salido a toda velocidad hacia casa de Pedro. Ahora que se acercaba a la casa, se dio cuenta de la realidad. Era casi medianoche del día de Nochebuena. Los niños estarían dormidos. No podía entrar gritando y despertarlos, porque no podrían volver a dormirse.

Detuvo el coche frente a la puerta e intentó decidir qué hacer. Las luces del árbol de Navidad estaban encendidas. Tal vez Pedro siguiera despierto. Sami no había emitido ningún sonido durante todo el trayecto, aunque Paula veía que sus costillas se movían cuando respiraba. Abrió su puerta y, mientras intentaba adivinar cuál sería su dormitorio para lanzarle una bola de nieve a la ventana y despertarle solo a él, la luz del porche se encendió y la puerta se abrió.

—¡Paula! —exclamó Pedro al reconocerla—. ¿Qué sucede?

—Es Sami —contestó ella con un sollozo mientras corría hacia la puerta del copiloto de la camioneta—. Oh, por favor, Pedro. Ayúdame.

Pedro ni siquiera se detuvo a ponerse los zapatos; simplemente salió corriendo hacia ella.

—Dime qué ha ocurrido.

—No lo sé. Después de que Abril y Federico se fueran a la cama, estaba sentada junto al árbol de Navidad y… he decidido ir al establo. Es una especie de lugar sagrado en Nochebuena, entre los animales. Da mucha paz. Esta noche necesitaba eso. Pero, al llegar allí, me he encontrado a Sami tirada en la paja. No se movía.

—Vamos a meterla dentro para que pueda examinarla.

Pedro tomó a la perra en brazos y la llevó adentro. Paula le siguió aterrorizada. ¿Cómo podría soportar que Sami muriera justo esa noche? No. No iba a pensar en eso. Solo quería pensamientos positivos. Pedro se encargaría de todo, estaba segura. Recordó el día que había llevado a Luca a la clínica. Entonces él  le había parecido frío y antipático. Ahora le vió tumbar a Sami sobre una manta frente a la chimenea y se preguntó cómo había podido prejuzgarlo de ese modo. Era un hombre amable y compasivo. Maravilloso. ¿Cómo habría podido imaginar aquel primer día que llegaría a ser tan importante para ella?

—¿Qué sucede, chica?

Al menos Sami abrió los ojos al oír su voz, pero no se movió mientras él la examinaba con las manos.

—Dijiste que no se comportaba con normalidad. ¿Qué es lo que has notado? — preguntó él.

Paula intentó pensar en los últimos días. La verdad era que había estado tan ocupada con el estrés de la Navidad que no le había prestado mucha atención a la perra.

—Ha estado aletargada durante tres o cuatro días. Y, las noches que quería dormir dentro, parecía que siempre tenía que salir a hacer pis. No ha comido mucho, pero parecía que tenía más sed de lo normal.

—Justo lo que sospechaba —dijo él.

—¿Qué?

—Tendré que hacerle algunos análisis, pero creo que tiene fallos crónicos de riñón. Es común en los perros mayores.

—¿Puedes… puedes arreglarlo?

—La buena noticia es que probablemente pueda hacer que se sienta mejor esta noche. Necesita fluidos y siempre tengo algunos litros en mi kit de emergencia. Puedo ponerle una vía aquí mismo.

—¿Y la mala noticia?

—Se llaman fallos crónicos del riñón por una razón —contestó él—. Me temo que no hay ninguna cura milagrosa. Quizá podamos hacer que se sienta más cómoda durante unos meses, pero es lo más que podemos hacer. Lo siento mucho, Paula.

Ella asintió y sintió que se le acumulaban las lágrimas en los ojos.

—Tiene trece años. Sabía que era cuestión de tiempo. Pero… incluso unos pocos meses más con ella serían el mejor regalo que podrías hacerme.

—No estoy completamente seguro de que sean fallos en el riñón. Podría ser algo completamente diferente, pero, a juzgar por los síntomas que describes y el examen que le he hecho, estoy seguro al noventa y nueve por ciento. Si quieres, puedo esperar a tratarla hasta que le haya sacado sangre.

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