miércoles, 15 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 30

Su huésped debía de haber encendido las luces del árbol. Se preguntó qué tal estaría y esperó que hubiese podido descansar. Sintió remordimiento por haberla dejado sola tanto tiempo. Debería haber comprobado cómo estaba hacía una hora. Pensó haberlo hecho, pero el tiempo tenía la mala costumbre de pasar sin que se diese cuenta. Aunque también podía ser sincero consigo mismo y reconocerse que era un poco reticente a verla otra vez después de que casi la hubiese besado en la cocina. Sin embargo, eso no había impedido que hubiese pensado en ella toda la tarde. Le ocultaba algo. Estaba seguro aunque no supiera por qué. La había conocido hacía poco más de veinticuatro horas. No sabía nada de ella, aparte de que era tan bonita como un prado en primavera, de que no tenía a dónde ir para pasar las fiestas y de que conseguía que anhelara todas esas cosas disparatadas que nunca había creído que necesitara, pero, aunque la conociera tan poco, tenía la sensación de que esa calma aparente guardaba más de un secreto, y quería conocer alguno.

Disfrutó un momento más con la vista, subió hasta la casa y estacionó al lado. Con calefacción o sin ella, tendría que volver a salir antes de que la tormenta abandonara Pine Gulch. Era algo inevitable en invierno y allí, en la ladera occidental de la cordillera Teton. Entró en el cuarto contiguo a la cocina y algo tentador y suculento volvió a recibirlo. Se quitó la ropa de abrigo, entró en la cocina y se la encontró vacía. Una de las ollas de cocción lenta de Luciana humeaba en la encimera. Aunque su hermana le había dicho mil veces que la regla principal de las ollas de cocción lenta era que no se podía levantar la tapa, sintió tanta curiosidad que no pudo resistirse. Ante su sorpresa y placer, vóo una de sus comidas favoritas para el invierno, el guiso de carne con cebolla, patatas y zanahorias. ¿Cómo había conseguido su huésped pelar y cortar las hortalizas con una mano? Una calidez que no tenía nada que ver con la olla se adueñó de él. Volvió a olerlo con deleite, cerró la tapa y fue a buscarla.

La encontró acurrucada en un sofá, cubierta por una manta y colocada de tal manera que podía ver el árbol de Navidad y el fuego que crepitaba en la chimenea de piedra. Fue a saludarla, pero se dió cuenta de que tenía los ojos cerrados y la respiración pausada. Un mechón color caoba le cruzaba la mejilla y tuvo que hacer un esfuerzo para no apartárselo. Parecía serena, delicada y mucho más relajada de lo que él había estado desde que llegó esa mujer. A pesar de su instinto, dió un placer a sus huesos helados y doloridos y se sentó en el otro sofá. Tenía que hacer un millón de cosas. Llevar un rancho de ganado le dejaba muy poco tiempo libre. Aunque podía encontrar algo que hacer en ese momento de inactividad. Podía revisar las cuentas, hacer el pedido de provisiones, arreglar la maldita calefacción del tractor… Esa noche había dormido poco y decidió quedarse un rato mirando la chimenea en una tarde fría y nevosa mientras las luces tintineaban en el árbol de Navidad. La semana anterior, hasta la boda, había sido una locura, no había tenido un segundo de inactividad. Allí sentado, con el fuego calentándole los pies, la tensión que ni siquiera se había dado cuenta que tenía empezó a disiparse. Dejó escapar una bocanada de aire y cerró los ojos, aunque solo sería por un minuto, se dijo a sí mismo.

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