viernes, 24 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 48

—Claro. Tengo a Trípode para que me haga compañía.

El perro ladró con alegría al oír su nombre y Abril y Pedro sonrieron.

—No se preocupen por el desayuno, Tri y yo lo recogeremos, ¿Verdad, amigo?

El perro la miró como si quisiera decirle que no pensaba levantarse de la zona del suelo donde daba el sol.

—Déjalo —replicó Pedro—. Ya lo haremos cuando volvamos.

Ella se limitó a recoger su plato y a tirar los restos al cubo de la basura.

 —Lo digo en serio, Paula. Ráscate la tripa o algo así.

—Será mejor que se den prisa. Esos caminos no van a despejarse solos.

 Él la miró fijamente, sacudió la cabeza y se puso el chaquetón. Oyó que murmuraban algo en el cuarto contiguo y luego miró por la ventana. Él ayudó a Abril a subirse en la cabina del tractor, lo rodeó, se montó y cerró la puerta.


 La emocionó más de lo que debería. El padre y su hija iban juntos a ayudar a los vecinos en medio de ese frío. Le encantaba verlo. Pensó en lo poco que sabía de su propio padre después de aquellas visitas cuidadosamente organizadas. No podía imaginarse a dos hombres más distintos que Pedro y Miguel. Para empezar, su padre no habría levantado un dedo para ayudar a un vecino. Salvo que quisiera robarle el tractor, claro. Además, si por una remotísima casualidad hubiese tenido el más mínimo espíritu de colaboración, jamás habría incluido a su hija. Siempre les había tratado de una forma distinta a Josef y a ella. De pequeña, le había dolido no poder ser lo que su padre quería, pero, con los años, se había dado cuenta de que Miguel estaba formando a Gonzalo para que siguiera sus pasos y se alegró de que su padre la considerara inútil.  Dejó a un lado esos recuerdos sombríos y limpió la encimera con una bayeta y un jabón que olía a granada. Era Nochebuena. Todavía podía volver al hotel. Lo más seguro sería escapar mientras tuviera la oportunidad de conservar medio corazón intacto. Sin embargo, en ese momento, cuando estaba en esa cocina con el único ruido de los troncos de la casa que crujían para adaptarse por el frío, podía reconocer la verdad. Quería estar allí. Había pasado muchas navidades tristes cuando su madre estaba viva, cuando se sentía obligada a quedarse con ella en vez de aceptar alguna de las muchas invitaciones que le habían hecho sus amigas. Esas serían sus primaras navidades realmente familiares. Le daba igual si estaba tomando prestadas las tradiciones de alguien. Una vez que había decidido quedarse, mejor dicho, una vez que Pedro la había chantajeado para convencerla, pensaba dejar a un lado sus reservas y disfrutar todo lo que pudiera. Ya se preocuparía más tarde por el precio.


 —Mmm… ¡Qué bien huele! —exclamó Abril en cuanto entraron al calor de la casa.

Él estuvo de acuerdo. Toda la casa olía a canela y vainilla, dos de sus olores preferidos.

 —Paula debe de estar cocinando —comentó él mientras se desabotonaba el chaquetón.

—Galletas. Apuesto a que son galletas —añadió Abril con entusiasmo.

—Es posible que tengas razón.

Él se quitó el sombrero y el chaquetón. ¿Cómo habría podido hacer galletas con un solo brazo? Todo tenía que ser el doble de complicado, desde medir los ingredientes a extender la masa. Una música navideña con aire de jazz llegaba desde la cocina. Hasta un gruñón recalcitrante como él podía apreciar la perfección de ese momento; fuera nevaba y dentro era una casa cálida, acogedora y que olía de maravilla. Se quitó las botas intentando no pensar en las ganas que tenía de volver a verla. No había dejado de pensar en ella ni un minuto en todo el día. Ese beso ardiente y sorprendente de la noche anterior lo había dejado inquieto y anhelante de cosas que sabía que no podía conseguir. Se recordó que ella era una parte efímera de sus vidas. Había conseguido convencerla de que se quedara un par de noches más, pero tenía la sensación de que eso no iba a durar mucho. Independientemente de lo mucho que él insistiera en que era bien recibida, ella parecía aferrarse a la idea de que se colaba en sus navidades familiares.

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