miércoles, 22 de abril de 2020

En Un Instante: Capítulo 43

Su boca rozó la de ella un par de veces. Sabía a chocolate, a palomitas de maíz… y a Paula. Ella no se movió durante un rato y él tuvo miedo de haberse olvidado de cómo se hacía eso, pero, entonces, ella dejó escapar un sonido leve y sexy y también lo besó.

Ella no conseguía hacerse a la idea de que estaba besando a Pedro Alfonso. Tenía la piel fría y no le extrañó porque se había pasado casi todo el día en medio de esos elementos atroces. Quiso transmitirle su calor, estrecharlo contra ella hasta que absorbiera algo de ese calor. Todo rastro de sueño había desaparecido hacía mucho tiempo, arrastrado por la maravilla de ese momento. Estaba segura de que nunca la habían besado así, como si él no pudiese contentarse, como si él se hubiese pasado toda la vida preparándose para el momento en el que sus bocas se encontrasen por fin. Ella quería paladear cada instante y cada sabor.

 —Me he pasado todo el día pensando en besarte —comentó él con la voz ronca.

 Sus palabras le reverberaron hasta lo más profundo de su ser.

—¿De verdad? —consiguió preguntar ella.

 Se alegró de que sus brazos fuesen firmes como el acero porque si no, seguramente se habría derretido y habría acabado formando un charco de hormonas palpitantes. Aunque la pasión entre ellos era abrasadora, una diminuta parte de su cerebro todavía podía articular un pensamiento coherente y se conmovió por el cuidado que tenía él para no tocarle el brazo roto.

—Eres lo más dulce que he visto en mi vida. No puedo quitarte de la cabeza. Es un disparate, ¿Verdad?

—Sí…

Ella no sabía si lo había contestado porque estaba de acuerdo o para pedirle que volviera a besarla, que volviera a abrazarla con sus poderosos músculos y que no la soltara jamás… Él debió de entenderla instintivamente y volvieron a besarse un buen rato en el acogedor cuarto de estar con el pequeño árbol de Navidad encendido. Se encontraba tan bien que no quería parar. Sin embargo, la realidad empezó a abrirse paso entre los brazos de Pedro. Eso no era real. Era tan frágil e ilusorio como una lentejuela de plata. Quizá ella lo atrajera en ese momento, pero eso se acabaría en cuanto él supiera todo lo relativo a su familia. Sería muy injusto que le dejara seguir hasta que ella reuniera valor para contarle la verdad. Estaban en las orillas opuestas de un río enorme y caudaloso… y ella era tan cobarde que ni siquiera se lo decía. Se despreció a sí misma, reunió la poca fuerza que le quedaba y se apartó de él.

—Yo… Es tarde. Creo que deberíamos dormir un poco.

Él se quedó helado un instante y con una expresión de avidez, pero tomó aliento y puso un gesto inexpresivo, como si hubiese cerrado una puerta.

—Sí, ha sido un día muy largo.

Lo dijo con una cortesía rígida y ella se avergonzó para sus adentros porque sabía que creía que estaba rechazándolo y que no quería que la besara. ¿Cómo podía sacarlo de su error sin contarle todo lo demás? No podía contarle que nunca había deseado algo tanto como estar en esa habitación cálida y acogedora besando a ese ranchero rudo que la derretía por dentro con su sonrisa indolente y que trataba a su hija con tanta delicadeza. Si decía algo de todo eso, él le preguntaría por qué había parado y ella tendría que contestarle.

—Descansa —siguió él—. Intentaré no despertarte cuando salga esta mañana temprano. También le dejaré una nota a Abril para que no haga ruido en la cocina.

—Gracias —dijo ella sin saber qué decir.

Él parecía un desconocido distante y no el hombre apasionado que la había besado como si no pudiera cansarse. Entró en el dormitorio y cerró la puerta. Esperó con el corazón acelerado a que él se alejara, pero pasó un rato bastante largo hasta que oyó sus pasos que se alejaban por el pasillo.

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