lunes, 7 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 52

El grito de dolor de Paula y la lágrima que le rodó por la mejilla hicieron que Pedro se encogiera de culpabilidad.

–No te enfades, Pedro –suplicó ella, llorando–. Quiero esto. Te deseo. Por favor, no lo estropees.

En ese momento, a Pedro se le rompió el corazón. Una oleada de ternura lo invadió. Le limpió las mejillas con el dedo y fue penetrándola despacio, hasta que el cuerpo de ella le dio la bienvenida por completo.

–Relájate, princesita –le susurró él–. Respira. No me moveré hasta que estés lista –añadió y la besó. Quería demostrarle lo mucho que aquello significaba para él.

–Estoy bien. Es agradable.

¿Agradable? Pedro salió y volvió a entrar hasta el fondo de nuevo.

–Dime si te duele –insistió él, aunque le hubiera costado un mundo frenarse.

Ella lo rodeó con las piernas.

–Duele, pero me gusta –aseguró ella–. Me gusta que seas el primero. Había estado esperando a un hombre como tú. Inteligente, noble y amable.

Pedro se avergonzó al oír sus palabras. No era ningún héroe. Era una responsabilidad demasiado grande ser el primero. Aun así, la deseaba demasiado y siguió sumergiéndose en ella una y otra vez.

–No hables. Solo siente –ordenó él.

Sus cuerpos se unieron en el mismo ritmo. Ella le arañó los glúteos con las uñas. El dolor cedió ante el placer que la invadía. Los dos llegaron al éxtasis al unísono.

Pedro se tumbó de lado, llevándola entre sus brazos. Encajaban a la perfección, como si hubieran sido amantes desde siempre. La luna se había puesto y la playa estaba sumida en la oscuridad. Las estrellas brillaban sobre sus cabezas.

–No soy tonto –dijo él, acariciándole la espalda–. No me confesaste que eras virgen porque sabías que, si lo hubieras hecho, no te habría tocado.

–Me has pillado –dijo ella y le dió la espalda.

Pedro la oyó llorar y se sintió como un cretino. Sin medir sus palabras, dejó escapar la verdad.

–No me arrepiento, Paula. Es la verdad. Esta noche ha sido un milagro. Tú eres un milagro.

Él le acarició los pechos, sabiendo que ningún hombre la había tenido antes que él. ¿Acaso Paula no sabía que no era digno de ese regalo? Ella se merecía a alguien mejor.

Ella suspiró como respuesta.

–Mírame a los ojos –pidió él, tras colocarse encima de ella y penetrarla de nuevo–. Has despertado a la bestia –añadió, estremeciéndose de placer–. No sé si alguna vez conseguiré saciarme de tí.

Paula se movió con él, levantando las caderas, rodeándole el cuello con los brazos y besándolo sin parar. Sus labios eran dulces, amorosos, adictivos. Pedro creyó que habían llegado al orgasmo juntos de nuevo, pero no estaba seguro. Todavía no conocía bien el cuerpo de ella. Antes de que pudiera averiguarlo, sin embargo, cayó rendido en un pesado sueño. Paula se despertó al sentir que un cangrejito jugaba con los dedos de sus pies. Le dió una suave patada y bostezó. Todavía era de noche en la playa, aunque los primeros rayos de sol comenzaban a despuntar en el horizonte.

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