miércoles, 30 de enero de 2019

Amor Complicado: Capítulo 24

–Iré a ver si ya están las costillas –dijo Paula, aparentemente aliviada de tener una excusa para dejarlo solo.

Cuando se hubo marchado, Pedro abrió el sobre y lo volcó para vaciarlo en la mesa: papeles, un par de gemelos, un anillo que nunca había visto llevar a su padre, y algunas fotografías viejas.

–¡Las costillas ya están! –llamó Paula desde la cocina–. ¡Voy a calentar también los tallarines!

–¡De acuerdo!

¿Sería aquel sobre con cosas a lo que se refería su padre en la carta? Tomó el anillo y lo miró detenidamente. Era de oro y en la parte de arriba tenía un círculo plano con un emblema grabado. Parecía un anillo de graduación, probablemente de cuando su padre estuvo en el Ejército. Sí, reconocía ese emblema del águila sosteniendo un rayo con las garras. Debía haberlo guardado como recuerdo de una época pasada, una época en la que Alicia era la mujer a la que había amado y que había sido la madre de su primer hijo.

–¡Está todo listo, Pedro!, ¡Vente a cenar! –volvió a llamarlo Paula desde la cocina.

Su voz lo devolvió al presente. Tenía a una mujer encantadora esperándolo; los recuerdos dolorosos podían esperar. Volvió a guardar las cosas en el sobre y lo metió de nuevo en el cajón.

–¡Ya voy!

Cuando entró en la cocina le pareció que Paula estaba más bonita que nunca con los últimos rayos de sol recortando su silueta contra la ventana que tenía detrás.

–¡Qué buena pinta! –comentó acercándose a la isleta donde Paula, que estaba removiendo la ensalada, lo había colocado todo.

Ella esbozó una sonrisa.

–¿Verdad? ¿Comemos en el comedor o…?

–No, fuera hace una temperatura muy agradable; comamos en el patio.

Cuando salieron los tenues rayos del ocaso teñían de un bonito dorado rojizo la brillante superficie de la mesa. Colocaron en ella todas las cosas y Pedro encendió un par de velas.

–Verdaderamente esto es el paraíso –comentó Paula mirando el maravilloso paisaje cuando se hubieron sentado–. Esta debe ser la única casa en kilómetros a la redonda.

–Bueno, hay otras por ahí, pero los árboles las ocultan – respondió él–. Mi padre siempre decía que venir a las montañas ayuda a recuperar la perspectiva. Los problemas se encogen y también el ego.

Paula se rió.

–No me imagino a tu padre diciendo eso.

–No te creas, a veces podía ponerse muy filósofo –dijo él.

Se sentía bien pudiendo hablar de su padre con esa tranquilidad después de todo lo que había pasado. Paula tenía ese efecto en la gente. En la oficina siempre era la voz de la razón; siempre lograba apaciguar los ánimos.

–¿Te dí las gracias por agarrarme el otro día por el pescuezo y evitar que empeorase las cosas con mi mal humor?

–¿Cuando te saqué de la sala de juntas, te llevé a tu despacho y te serví una copa de whisky tras otra? –dijo ella con ojos traviesos.

–Justamente. Fue una maniobra muy hábil; digna de un ejecutivo.

–Más bien un acto de desesperación. Aunque algún día sí que me gustaría llegar a ejercer de ejecutivo.

–Yo creo que se te daría bien –dijo él, y tomó un sorbo de vino–. La idea que tuviste de que el encargado de cada departamento entregara un informe semanal para que todos tengamos una idea de cómo marchan las cosas en conjunto fue muy buena. Has conseguido que lo hagan.

La gente de Recursos Humanos le había informado recientemente de que había presentado su candidatura para otro puesto, pero él les había dicho que no podía prescindir de ella en esos momentos. Con todo lo que estaba ocurriendo necesitaba una secretaria en la que pudiera confiar. Sin embargo, sabía que era egoísta por su parte retenerla porque la necesitaba.

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