lunes, 7 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 54

En realidad, Paula lo dudaba, pero quería animar a Pedro, que parecía desolado. En el coche, él puso la calefacción unos minutos. Paula sacó del bolso un peine, polvos de maquillaje y brillo de labios. Ajustó el espejo retrovisor para intentar arreglarse un poco. Pedro le tocó en la muñeca, haciendo que ella parara un momento.

–Gracias. Nunca olvidaré esta noche.

–Ni yo –aseguró ella, volviendo la cara hacia él.

Nada de declaraciones de amor. Ni promesas de que repetirían. A Paula se le empañaron los ojos y sintió un nudo en la garganta. No podía llorar delante de él. Guardaron silencio durante los treinta minutos de trayecto. Cuando llegaron al puerto, ella se apresuró hacia los camerinos, pero se quedó paralizada a medio camino cuando vio que Rod Brikman se paseaba inquieto delante de la puerta.

–¿Dónde diablos has estado? –rugió Rafael, rojo de furia–. Ya sé, ya sé, no es asunto mío.

–¿Qué pasa? –preguntó ella, deteniéndose delante de él.

Parecía demasiado agitado solo porque hubiera llegado tarde. De pronto, se dió cuenta de Pedro y ella se habían dejado los teléfonos móviles en el coche toda la noche. El director le puso las manos sobre los hombros.

–Tu madre está en la UCI.

Paula perdió el equilibrio, las rodillas le fallaron. Pedro la sujetó por detrás.

–Puedo hacer que el jet venga a buscarnos cuanto antes.

–No hace falta –señaló el director, meneando la cabeza–. Ya les hemos reservado asiento en el próximo vuelo a Los Ángeles. Sale dentro de media hora. Karem  ha traído su  equipaje.  Se pueden cambiar por el camino. Ella los llevará. Vayan –indicó y miró a la actriz con compasión–. Te esperaremos aquí.

Paula apenas fue consciente de las siguientes ocho horas. Pedro le dió algo para dormir.


Una mujer de rostro macilento descansaba en una habitación de hospital con los ojos cerrados. Paula se limpió las lágrimas.

–Mamá. Soy yo.

Pedro observó a las dos mujeres mientras se abrazaban. Paula se inclinó sobre la cama, pues su madre estaba demasiado débil para incorporarse. El parecido era increíble. La señora Chaves no tendría más de cuarenta y cinco años. Llevaba el pelo corto, rubio como el de Paula, y tenía la misma estructura corporal que su hija.

–¿Qué te pasa, mamá? ¿Por qué estás aquí?

–Neumonía –contestó su madre, tosiendo–. El doctor dice que mi sistema inmune se ha debilitado por la quimioterapia. Pero estoy bien, pequeña. No tenías que haber venido.

–No digas tonterías. ¿Dónde iba a estar si no es aquí?

–¿Rodando una película? –replicó su madre con el mismo tono provocador que Paula utilizaba a menudo.

–No te preocupes por eso. Vamos muy adelantados.

–Estoy muy orgullosa de tí, mi amor –afirmó su madre, apretándole la mano–. Tienes talento y eres lista y dulce. La mejor hija que una madre podría desear.

–Ten cuidado –le advirtió Paula, secándose las lágrimas–. Voy a pensar que estás al borde de la muerte si empiezas a exagerar. Soy la misma que quemó las cortinas de casa y metió las piernas de Barbie en la tostadora.

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