viernes, 11 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 65

Pedro no encontró la paz en su laboratorio, ni en su montaña. Todo le hacía pensar en Paula. No podía dejar de recordar su risa, su sentido del humor, su personalidad inocente y pragmática. Y su belleza. Por las noches, apenas podía dormir y se retorcía entre las sábanas soñando con poder tocarla. Dejarla había sido inútil.  La tenía metida en la cabeza, en el corazón. Sus hermanos se dieron cuenta de que algo le pasaba, pero no lo presionaron.

Dos meses después de que hubiera dejado a Paula en la playa, en una tarde lluviosa, Pedro fue a visitar la tumba de su madre, en un pequeño jardín en la ladera de la montaña. De pronto, sus hermanos Federico y Lucas aparecieron entre la niebla.

–Tengo la sensación de que me estáis persiguiendo todo el rato –dijo él, frunciendo el ceño–. No os preocupéis, no tengo intención de volarme los sesos. Aunque haya echado mi vida a perder…

–Nunca es tarde para arreglar las cosas –opinó Federico con gesto serio.

–Me he comportado como un imbécil y creo que le he roto el corazón a la chica más guapa del mundo. ¿Cómo voy a arreglar eso?

–¿La amas? –preguntó Federico.

–Sí –reconoció Pedro con un nudo en la garganta–. La amo.

–Entonces, ve. Haz lo que tengas que hacer. Pero no sigas esperando –le aconsejó su hermano, dándole ánimos.

Cuando se hubo quedado a solas de nuevo, Pedro siguió cavilando lo idiota que había sido. Los muros detrás de los que había tratado de protegerse habían sido inútiles. No había en el mundo una armadura lo bastante fuerte para protegerlo de Paula. Ella le había ofrecido su alegría, su inocencia. Y él la había pisoteado. Peor aun, la había abandonado, dejando que creyera que no había sido más que una aventura. Quizá, su vida de ermitaño no había sido más que una forma de cobardía. La vida lo había marcado con la tragedia, en el pasado. Pero lo que estaba sufriendo en el presente era solo culpa suya. Paula debía de odiarlo, pensó. Pero, de todos modos, tenía que decirle lo que sentía. Ella se merecía saber que lo que había pasado en aquella playa de Antigua había supuesto un punto de inflexión también para él. Hizo la maleta y, justo cuando se preparaba para salir en el jet de la familia, le sonó el teléfono. Era el prefijo de California.

–¿Hola? –contestó él con el corazón acelerado.

–¿Alfonso? Rafael al habla.

–¿Es por Paula? ¿Qué le pasa? –preguntó él, asustado.

–Te necesita, Alfonso. Su madre murió ayer por la mañana. Tomó a todo el mundo por sorpresa. Fue un ataque al corazón. Paula se está ocupando de todo sola. Te necesita.

Durante el vuelo, Pedro fue incapaz de dormir. Solo podía pensar en Paula, frágil y vulnerable. Cuando aterrizó, le estaba esperando una limusina. Él le dió la dirección y, en unos minutos, llegaron a una comunidad de vecinos cerrada, en un barrio rico en el norte. Bajó la ventanilla para hablar con el guarda de la garita de la entrada.

–Soy Pedro Alfonso. He venido a ver a Paula Chaves. Me envía su director, Rafael.

–¿Pedro Alfonso? –preguntó el guarda, un hombre de unos sesenta y pico años con aspecto bonachón–. Pase. Es una pena lo de la señora Chaves. Era una dama muy amable –añadió y apretó un botón para que el coche pudieran pasar–. Dígale a Paula que le mando mi cariño. Siempre me regala chocolatinas y un billete de quinientos dólares en Navidad. Adoro a esa niña.

Dos minutos después, Pedro estaba llamando a la puerta de Paula. Ella le abrió con ojos enrojecidos de llorar, una cola de caballo destartalada y descalza. Para él, nunca había estado más hermosa.

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