lunes, 14 de enero de 2019

Rendición: Capítulo 69

–Te oí decirle a mi madre que no me amas –confesó ella–. Así que ahora no puedo creerte –le espetó, llena de dolor.

–Oh, Cielo Santo.

–Exacto –repuso ella y se apartó, sintiéndose humillada y vulnerable.

–En ese momento, me estaba engañando a mí mismo – reconoció él con gesto indescifrable–. Estaba luchando con mis propios demonios.

–Porque estás enamorado de Daniela todavía.

–No, no es eso. La adoraba, no voy a negarlo. Pero era muy joven.

–¿Y ahora eres mayor?

–Te quiero, Paula –repitió él, acariciándole el pelo–. He tardado mucho en darme cuenta y te he hecho daño. Lo siento.

Paula ansiaba creerlo y refugiarse en sus brazos, pero temía que él se estuviera dejando llevar por su sentido de la responsabilidad y no por el amor verdadero.

–Nuestros mundos son muy diferentes. Tú mismo lo dijiste.

–Ya lo he pensado. Me mudaré aquí contigo –afirmó él–. Aquí tienes tu trabajo. Puedo viajar contigo.

–¿Qué estás diciendo? –preguntó ella con el corazón acelerado.

–¿Te quieres casar conmigo? No puedo vivir sin tí.

Pedro se puso de rodillas, se sacó del bolsillo una cajita de la joyería y la abrió. Contenía un enorme solitario en un anillo de platino.


–Cielo, santo, doctor. Dime que no estás bromeando.

–Paula, ¿Quieres ser mi esposa? –repitió él, tomándole la mano.

A ella se le contrajo el corazón. Pedro se estaba ofreciendo por completo, dispuesto a renunciar a su hogar, a su forma de vida, a su orgullo. Por ella.

–Sigue hablando. Y ponte en pie de una vez –dijo ella con una sonrisa.

Pedro le puso el anillo.

–Con esto, estoy eligiendo pareja para toda la vida, espero que lo sepas, Paula.

–¿Estás seguro de que quieres casarte conmigo, Pedro? Si me dices que sí, no te dejaré marchar nunca. Tendrás que quedarte conmigo para siempre.

–Te adoro, Paula –afirmó él, besándola con suavidad en los labios.

–Llévame a casa, a la cama, rápido.

Corrieron como niños hasta el coche. La risa de Paula era el sonido más dulce que Pedro había oído jamás. No se soltaron las manos durante todo el camino de vuelta.

–No quiero que se llene todo de arena –comentó ella en el hall de la casa–. Debemos desnudarnos aquí.

Él titubeó, pues sabía que, si la veía desnuda, no iba a poder contenerse.

–Te necesito esta noche, Pedro. Muéstrame lo que sientes –le susurró ella, tocándole el rostro con ternura.

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