lunes, 21 de diciembre de 2015

Fuiste Mi Salvación: Capítulo 1

¿Por qué había tenido que suceder? ¿Por qué, entre todos los niños, le había tenido que tocar a Nicolás?

De vuelta en el coche, tras haber repostado, Paula entró de nuevo en la autopista y condujo manteniéndose por delante de la tormenta. Durante los siguientes veinte minutos la lluvia continuó cayendo con intensidad, pero no de forma amenazadora, y ella no dejó de contemplar cómo los limpiaparabrisas empujaban el agua a un lado y a otro mientras regresaban a Edenton, en Carolina del Norte. La lata de Coca-Cola light estaba encajada entre el freno de mano y el asiento del pasajero. Aunque sabía que no era lo que más le convenía, acabó de bebérsela, e inmediatamente lamentó no haber comprado más. Otra dosis de cafeína la habría ayudado a mantenerse alerta y concentrada en la conducción en lugar de en Nicolás, pero Nicolás siempre estaba allí.

Nicolás. ¿Qué podía decir de él? Había sido parte de su ser. A las doce semanas de embarazo había escuchado los latidos de su corazón, y los últimos cinco meses notó cómo se movía en sus entrañas. Cuando nació, mientras se encontraba todavía en la sala de partos, le pareció que no había nada más hermoso en el mundo. Ese sentimiento no había cambiado, aunque ni mucho menos se consideraba una madre perfecta. En esos momentos procuraba hacer las cosas lo mejor que podía, aceptaba lo bueno y lo malo, y buscaba la alegría en los pequeños placeres. No obstante, con Nicolás, éstos eran difíciles de encontrar.

Durante los últimos cuatro años se había esforzado en ser paciente, pero no siempre había sido sencillo. En una ocasión, cuando Nicolás  era todavía un bebé, llegó a taparle la boca con la mano para acallarlo, pero él siguió llorando durante cinco horas seguidas pese a haber pasado despierto toda la noche. Puede que todos los padres insomnes del mundo consideren que aquella reacción de Paula tenía disculpa. Pero ella, tras ese incidente, hizo todo lo que pudo para controlar mejor sus emociones. Cuando sentía que la frustración la dominaba, contaba hasta diez antes de tomar una decisión, y cuando eso no funcionaba, salía de la habitación para sosegarse. Esa actitud ayudaba, pero era a la vez una ventaja y un inconveniente: una ventaja porque sabía que la paciencia era esencial para ayudar a su hijo; un inconveniente porque hacía que dudara de su capacidad como madre.

Nicolás había nacido exactamente cuatro años después de que la madre de Paula falleciera de un aneurisma cerebral; y, aunque Paula no era propensa a creer en supersticiones, le costaba aceptar que se trataba de una simple coincidencia. Estaba convencida de que Nicolás era un regalo que Dios le había enviado para sustituir a su familia. Aparte de su hijo, no tenía a nadie más en el mundo. Su padre había muerto cuando ella contaba cuatro años, no tenía hermanos y tampoco abuelos; así que Nicolás se convirtió en el único destinatario del amor que ella podía ofrecer.

Pero la providencia es extraña, la providencia es impredecible. A pesar de que dedicó a Nicolás todo su amor y sus atenciones, sus cuidados no parecieron ser suficientes, y se vió condenada a llevar un tipo de vida que nunca hubiera imaginado, una vida en la que los progresos de Nicolás iban siendo anotados cuidadosamente en una libreta, una vida completamente dedicada a su hijo. Nicolás, naturalmente, nunca se quejaba de las cosas que hacían a diario. A diferencia de otros niños, Nicolás  nunca se quejaba por nada. Lo observó por el retrovisor.

—¿En qué estás pensando, cariño?

Nicolás contemplaba la lluvia que caía sobre la ventanilla, con la cabeza ladeada. Tenía su manta sobre el regazo. No había dicho una palabra desde que habían vuelto al coche, y se giró cuando escuchó la voz de su madre. Ella esperó la respuesta, pero no hubo ninguna.

Paula Chaves vivía en la casa que había pertenecido a sus abuelos. Cuando éstos murieron, la propiedad pasó a manos de su madre, de quien ella la heredó a su vez. No era gran cosa, sólo un edificio destartalado construido en 1920, con algo más de una hectárea de terreno. Los dos dormitorios y la sala de estar no estaban en malas condiciones, pero la cocina necesitaba urgentemente electrodomésticos nuevos, y el baño carecía de ducha. Tanto el porche delantero como el trasero estaban medio hundidos, y de no haber sido por el ventilador portátil que tenía, en más de una ocasión habría creído que iba a morir de calor. Pero podía vivir allí sin pagar un alquiler, exactamente lo que necesitaba. Hacía tres meses que se había convertido en su hogar.

No había podido quedarse en Atlanta, la ciudad en la que había transcurrido su infancia. Desde el nacimiento de Nicolás, no había tenido más remedio que dedicar todo el dinero que le había dejado su madre a estar al lado del niño. En aquella época lo había considerado un abandono temporal del trabajo, ya que su intención era regresar a la enseñanza cuando su hijo creciera. Sabía que tarde o temprano el dinero se le acabaría y tendría que buscar un modo de ganarse la vida. Además, le encantaba enseñar. No había transcurrido una semana desde que se había marchado y ya echaba de menos a sus estudiantes y a sus colegas profesores. Pero después de cuatro años, seguía en casa con su hijo, y su intención de recuperar su plaza de maestra sólo era un distante recuerdo, más un sueño que una remota realidad. Ya no podía recordar una sola de las lecciones que había impartido ni el nombre de sus estudiantes. De no haber estado tan convencida, habría jurado que nunca se había dedicado a esa profesión.

La juventud está llena de promesas de felicidad, pero la vida sólo ofrece la realidad de los desengaños. Su padre, su madre, sus abuelos... Todos habían desaparecido antes de que ella cumpliera veintiún años. A esa edad ya había asistido a cinco funerales y, sin embargo, legalmente, todavía no podía entrar en un bar y pedir una copa con la que ahogar sus penas. Ya había sufrido su parte de adversidad; pero, al parecer, Dios todavía no había acabado con ella. Como las desventuras de Job, las suyas parecían no tener fin: ¿una vida acomodada? Ya no. ¿Los amigos de la infancia? Hay que dejarlos atrás. ¿Un trabajo con el que disfrutar? Eso es pedir demasiado. Entre tanto, Nicolás, el dulce y maravilloso niño en nombre del cual soportaba todo aquello, seguía siendo en muchos sentidos un misterio para ella.
En aquellos momentos, en lugar de enseñar, trabajaba en el turno de noche de un restaurante llamado Eights, un concurrido establecimiento de las afueras de Edenton. El dueño era un negro de unos sesenta años llamado Roberto Toler que llevaba más de treinta al frente del negocio. Entre él y su mujer habían criado a seis hijos y habían conseguido mandarlos a todos a la universidad. Una de las paredes del local estaba cubierta con sus títulos y diplomas, y los clientes habituales estaban al tanto de las proezas de los muchachos. Roberto se ocupaba personalmente de eso. También le gustaba hablar de Paula: disfrutaba explicando que había sido la única aspirante a camarera que le había entregado un curriculum cuando la entrevistó. Roberto comprendía lo que significa ser pobre, entendía el sentido de la palabra «amabilidad» y sabía lo difíciles que pueden ser las cosas para una madre soltera.

«En la parte trasera hay una pequeña habitación. Puedes traer a tu hijo siempre y cuando no entorpezca el trabajo», le dijo cuando la contrató. A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas cuando él le enseñó la habitación. Había dos camas y una lamparita. Aquél era un sitio donde Nicolás estaría seguro. Al día siguiente, lo acostó en aquella pequeña habitación, antes de empezar su horario nocturno. Unas horas más tarde, volvía a meterlo en el coche y ambos regresaban a casa. Desde entonces esa rutina no había cambiado. Trabajaba cuatro días a la semana, cinco horas por noche, y ganaba apenas lo justo para ir tirando. Hacía un par de años había vendido su Honda; lo cambió por un viejo pero fiable Datsun y se embolsó la diferencia. Ese dinero, junto con el que había heredado de su madre, hacía tiempo que lo había gastado; pero entre tanto se había convertido en una especialista en ahorro y control de los gastos: no se había comprado ropa desde la penúltima Navidad y, aunque sus muebles eran decentes, se trataba de los restos de una época pasada; no estaba suscrita a revistas, no estaba abonada a ningún canal de televisión y su equipo de música consistía en un viejo trasto de sus tiempos de estudiante; la última película que había ido a ver al cine era La lista de Schindler, y no solía poner conferencias para hablar con sus amigos. Tenía 238 dólares en su cuenta del banco y un coche de hacía diecinueve años con kilómetros suficientes para haber dado la vuelta al mundo cinco veces. Sin embargo, nada de eso la afectaba. Sólo Nicolás era importante, aunque nunca, ni una sola vez, le había dicho que la quería.

Las noches que no trabajaba en el restaurante solía sentarse en la mecedora del porche trasero con un libro. Disfrutaba leyendo allí fuera, donde la monotonía del canto de los grillos le resultaba relajante. La casa estaba rodeada de robles, cipreses y nogales, todos cubiertos. A veces, la luna proyectaba sus rayos a través de ellos de tal manera que el camino de grava parecía poblarse de sombras semejantes a animales exóticos. En Atlanta se había acostumbrado a leer por simple placer, y sus gustos abarcaban desde Steinbeck y Hemingway hasta Grisham y King. No obstante, aunque todos esos libros estaban a su disposición en la biblioteca local, ya no le interesaban: prefería usar los ordenadores que había al lado de la sala de lectura y que tenían conexión gratis con Internet.

Se dedicaba a buscar informes clínicos facilitados por las principales universidades, y siempre que daba con alguno interesante lo imprimía. La carpeta en la que los guardaba ya tenía más de ocho centímetros de grosor. En el suelo, al lado de la mecedora, también se apilaban una serie de manuales de psicología. Eran caros y se habían llevado una buena parte de sus modestos ingresos. Sin embargo, aquellas páginas habían representado una esperanza. Tras encargarlos, había aguardado los envíos con impaciencia, pensando que encontraría algo que la ayudaría. Cuando llegaban, se pasaba horas leyéndolos, estudiándolos. A la luz de la lámpara, examinaba atentamente la información sobre temas que en ocasiones debía repasar más de una vez. No obstante, no se precipitaba. En ocasiones tomaba notas; en otras, se limitaba a marcar la página o a subrayar lo más interesante. Así pasaba una hora, quizá dos, hasta que al final cerraba el libro y daba por terminada la lectura de aquella noche. Luego, se levantaba, se desentumecía y, tras guardar los volúmenes en el pequeño escritorio del salón, iba a comprobar que Nicolás estuviera bien antes de regresar al jardín.

El camino de grava conducía hasta un sendero entre los árboles que terminaba frente a la rota cerca que establecía el linde de la propiedad. Paula y Nicolás tenían por costumbre pasear por allí durante el día, pero a ella le gustaba ir de noche. Extraños ruidos la rodeaban: de lo alto le llegaba el ulular de las lechuzas, junto con el roce de una rama o crujidos entre la maleza. La brisa marina agitaba las hojas de los árboles con un murmullo parecido al del mar, mientras la luna aparecía y desaparecía. Afortunadamente, el sendero era recto, y ella lo conocía bien. Más allá de la cerca, el bosque la rodeaba y se hacía más espeso. Los ruidos aumentaban y la luz disminuía, pero Paula seguía adelante, hasta que la oscuridad casi se hacía asfixiante. No tardaba en oír el agua. El río Chowan corría cerca. Unos cuantos árboles más, un giro a la derecha... y era como si un nuevo mundo se desplegara ante ella.

La corriente, ancha y tranquila, se hacía visible: poderosa, negra y eterna como el tiempo. Entonces se cruzaba de brazos y dejaba que su mirada se perdiera mientras absorbía y permitía que toda aquella serenidad la invadiera. Sólo se quedaba unos pocos minutos; pocas veces prolongaba ese momento para no dejar a Nicolás solo en la casa. Luego, lanzaba un suspiro y daba media vuelta. Tenía que regresar.

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